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Javier García Isac
OPINIÓN

El ocaso del felipismo y el desastre de Zp: cuando España cambió un tumor por otro

La opinión de Javier García Isac de hoy, viernes 21 de marzo de 2025


No hay nada más peligroso que un país que se cree sus propias mentiras. Y España lleva décadas tragándose el cuento de que el PSOE es su salvación, cuando no ha sido más que su verdugo disfrazado de redentor. En esa tragicomedia que en la que lleva instalada España ya demasiado tiempo, toca hablar de un “acto” clave: el final del felipismo y la llegada de Zapatero. Un cambio de guardia en el socialismo español que no fue un relevo, sino una mutación. Del cinismo maquillado de Felipe González al buenismo suicida de José Luis Rodríguez Zapatero. Del tumor maligno al cáncer terminal. Y todo, como siempre, a costa de España.

EL FELIPISMO: CUANDO EL PSOE SE QUITÓ LA CARETA

Para entender el final del felipismo hay que empezar por el principio. Felipe González llegó al poder en 1982 como el mesías de la modernidad, el hombre que iba a sacar a España del “atraso” franquista y a ponerla en el mapa de Europa. Y vaya si lo hizo: la metió en la OTAN a traición, la vendió a los burócratas de Bruselas y la convirtió en el patio trasero de los intereses norteamericanos. Todo envuelto en ese aire de progresismo barato que tanto gusta a los ingenuos. Pero no nos engañemos: el felipismo no fue una revolución, fue una estafa. Una estafa con traje y corbata, con acento andaluz y con una habilidad pasmosa para hacer que el robo pareciera virtud.

Durante 14 años, Felipe gobernó España como si fuera su cortijo. Y no lo digo por decir. Ahí están los hechos, estos que los progres quieren borrar de la memoria colectiva. Los GAL, esa guerra sucia contra ETA que se llevó por delante vidas, derechos y cualquier atisbo de decencia. El terrorismo de Estado disfrazado de lucha antiterrorista, con el beneplácito de una prensa cómplice y una oposición que miraba para otro lado. Luego, la corrupción: Filesa, el caso Juan Guerra, el BOE convertido en un cajero automático para los amiguetes. Y mientras, el paro se disparaba, la industria se desmantelaba y el país se llenaba de parados y promesas vacías. ¿Modernización? Sí, la de los bolsillos de los socialistas.

Pero todo tiene un final, y el de Felipe llegó en 1996. Para entonces, el hedor era insoportable. Los españoles, hartos de tanta golfería, le dieron la patada en las urnas y eligieron a Aznar. No es que el PP fuera la panacea —que no lo era—, pero al menos en principio, olía menos a podrido. Felipe se fue por la puerta de atrás, con el rabo entre las piernas y un legado de miseria que sus fieles todavía defienden como si fuera oro. Y ahí podría haber acabado la pesadilla socialista. Pero no. Porque el PSOE nunca se rinde: cuando pierde, se reinventa. Y en esa reinvención llegó Zapatero, el tonto útil que iba a terminar de rematar lo que González dejó a medias.

EL INTERREGNO: EL PSOE EN LA SOMBRA

Entre 1996 y 2004, el PSOE se lamió las heridas. Felipe se retiró a sus chanchullos, a sus asesorías millonarias y a esa vida de señorito que siempre supo montarse. Pero el partido no se quedó quieto. Mientras Aznar gobernaba —con sus aciertos y sus meteduras de pata, como el Prestige o Irak—, los socialistas tejían su vuelta. Y lo hicieron como siempre: con paciencia, con manipulación y con la ayuda de sus aliados naturales, esos medios de comunicación que viven del dinero público y de la propaganda progre.

En ese tiempo, el felipismo como tal se diluyó, pero no murió. Se transformó. Los barones del partido, esos caciques territoriales que González había criado, seguían ahí, manejando los hilos. Y entonces apareció Zapatero. Un tipo sin pedigrí, sin carisma, sin nada que lo avalara más allá de su sonrisa bobalicona y su habilidad para decir lo que la gente quería oír. No era el delfín de Felipe, eso está claro; González nunca lo vio como su sucesor. Pero el PSOE, en su infinita capacidad para sobrevivir, lo eligió como líder en 2000. ¿Por qué? Porque era maleable. Un muñeco en manos de los “apparatchiks” del partido, alguien que no cuestionaría el sistema que habían montado.

Zapatero no llegó al poder por méritos propios, sino por un golpe de “suerte” macabro. El 11-M, esos atentados que sacudieron España en 2004, fueron el trampolín que el PSOE necesitaba. Aznar y el PP no supieron gestionar la crisis, y los socialistas, con su maquinaria bien engrasada, aprovecharon el caos para culpar al Gobierno y movilizar a las masas. Tres días después, el 14 de marzo, Zapatero ganaba las elecciones. El felipismo había muerto oficialmente. Pero lo que venía era aún peor.

ZAPATERO: EL BUENISMO QUE NOS MATÓ

Si Felipe González fue el cínico que vendió España por un puñado de euros, Zapatero fue el idiota que la regaló por una palmadita en la espalda. Su llegada al poder marcó el inicio de una nueva era en el PSOE: la del progresismo de postal, la de las ocurrencias y la del suicidio nacional. No exagero. Los ocho años de Zapatero —de 2004 a 2011— fueron un desastre tras otro, una cadena de decisiones que dejaron España al borde del abismo. Y no lo digo yo, lo dicen los números, las hemerotecas y el sentido común.

Primero, la retirada de Irak. Apenas llegó, Zapatero sacó a las tropas españolas de allí, no porque fuera una decisión meditada, sino porque era un guiño a los pacifistas de salón y una bofetada a Aznar. ¿Resultado? España quedó como un país débil, un pelele que bailaba al son de los aplausos de la izquierda internacional. Luego vino la negociación con ETA. Sí, señores, el PSOE de Zapatero se sentó a hablar con terroristas, como si dialogar con asesinos fuera una virtud. El "proceso de paz" lo llamó, mientras los etarras se reían en su cara y seguían extorsionando y matando. Un ridículo histórico que ni siquiera Felipe se habría atrevido a protagonizar.

Pero eso no fue todo. Zapatero se empeñó en reescribir la historia con su Ley de Memoria Histórica, un disparate que no buscaba reconciliar, sino reabrir heridas y dividir a los españoles. ¿Para qué? Para contentar a los suyos, a esos que viven de la guerra civil como si fuera un negocio. Y mientras, las autonomías se desmadraron, el separatismo creció y España se fragmentó. Cataluña y el País Vasco, con sus chantajes eternos, encontraron en Zapatero al tonto perfecto: un presidente que les daba alas a cambio de apoyo parlamentario.

Y luego, la economía. Zapatero heredó un país en crecimiento, con superávit y empleo, y lo llevó a la ruina. Cuando la crisis de 2008 golpeó, él negó la evidencia. "España está en la Champions League de la economía", decía, mientras el paro se disparaba, los bancos se tambaleaban y las familias se hundían. Su respuesta fue gastar a manos llenas, endeudar al país hasta las cejas y mirar para otro lado. Cuando se fue en 2011, dejó un erial: cinco millones de parados, una deuda descomunal y una generación perdida. Eso sí, todo con una sonrisa y un discurso de "igualdad" y "progreso" que no se lo creía ni él.

DEL FELIPISMO AL ZAPATERISMO: EL PSOE SIEMPRE GANA

Lo más trágico de este cambio de guardia es que, en el fondo, no cambió nada. El felipismo y el zapaterismo son caras de la misma moneda: la del PSOE como máquina de poder, como parásito que vive de España sin importarle su destino. Felipe fue el listo que supo jugar sus cartas; Zapatero, el torpe que las quemó todas. Pero ambos compartían el mismo ADN: el desprecio por la nación, la obsesión por el control y la habilidad para salir impunes de sus desmanes.

Felipe se fue rico y venerado por los suyos. Zapatero se retiró con su pensión vitalicia y su aura de santo progre, mientras España pagaba las consecuencias. Y el PSOE, como siempre, sobrevivió. Porque esa es su gran virtud: no importa cuánto daño haga, siempre encuentra la manera de volver. Hoy, en 2025, vemos a Sánchez como heredero de esa tradición: un felipismo sin inteligencia y un zapaterismo sin inocencia. La misma miseria, con diferente envoltorio.

EL PUEBLO, EL GRAN PERDEDOR

¿Y qué nos queda a los españoles? La factura. El final del felipismo y la llegada de Zapatero no fueron un cambio de rumbo, sino una escalada en la degradación. Del cinismo al desastre, del cortijo al caos. Y mientras, nosotros seguimos aquí, soportando a una clase política que nos desprecia, a unos medios que nos mienten y a un sistema que nos ahoga. Pero no todo está perdido. Cada día somos más los que vemos la verdad, los que nos negamos a callar. Y eso, es lo que les quita el sueño. Porque cuando el pueblo despierte, no habrá relato que los salve.

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