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Manifestación del PSOE en apoyo a Pedro Sánchez frente a la sede de la calle Ferraz
OPINIÓN

De cine, fútbol, basket y del 'inefable'

El mal actor, pero sobrevalorado, al igual que las malas películas, es algo habitual desde que nació el teatro.


El mal actor, pero sobrevalorado, al igual que las malas películas, es algo habitual desde que nació el teatro (más tarde el cine) y que permanecerá por siempre.
Generalmente, la culpa de ese inmerecido éxito no recae en el mal actor, sino el mal público, responsable de elevar a los altares a los actores mediocres y quien acuña el "sello de calidad" (basado en el éxito de taquilla) a obras cinematográficas, a las que el simple calificativo (de obra o película) les viene demasiado grande.
De todos debería ser conocido el dicho que apunta a que “el éxito de un manipulador depende del grado de ignorancia de sus seguidores”. 
Esas son las premisas en las que se mueve una sociedad manipulada que ha renunciado por el “arte del birlibirloque” a la educación en los colegios, gracias al tejemaneje de políticos de tercera regional, con la inestimable complicidad, o mejor dicho, cooperación necesaria de unos votantes analfabetos, muchos de ellos en posesión de más de un título universitario que, una y otra vez, acuden libremente (ilusos) en nombre de lo que creen significa la palabra “democracia”  a  sus colegios electorales, como si fueran al cine a ver una película (realmente un remake en espiral) de la que, más que meros espectadores, se sienten coprotagonistas, convencidos de que, con su elección, han elegido al actor (pobre gente, no saben que es el actor el que les ha manipulado y elegido a ellos) mientras alimentan al monstruo que sale en la pantalla, ajenos a que ese monstruo es la misma bestia que, inexorablemente, está a punto de devorarlos, en tanto que mastican palomitas, sentados en butacas de última generación.
Hablamos de una sociedad cada vez más pobre en todas las acepciones de la palabra, pero feliz, en términos generales, porque todos disponen de un móvil de tecnología punta en el bolsillo, desde el que se puede ver Netflix por un módico precio. Una sociedad que relega a un segundo plano, el hecho de no poder adquirir una vivienda y formar una familia, si no es, claro está, atracando una entidad bancaria, o entrando, aunque sea de manera fija discontinua, en el lucrativo mundo del tráfico de estupefacientes (se me ocurren más ejemplos, pero tampoco se trata de dar ideas a nadie en esos ámbitos, para ello basta con ilustrarse en las RRSS).
En términos futbolísticos suele decirse que los delanteros del equipo rival (cuando tienen una mala tarde) son los que hacen bueno al portero del otro equipo y los que, por tanto, lo convierten en un héroe a los ojos de sus aficionados, los cuales, por naturaleza, son poco objetivos (cierto es que pasión y objetividad no maridan bien).
Bajando a ese imaginario “campo de juego”, pero sin extenderme, me gustaría “pisar el césped” en toda su extensión para descifrar el enigma (que me persigue desde hace tiempo) que entraña ese paralelismo entre los hooligans (disculpen el anglicismo, pero en mi contexto, lo prefiero a la palabra “hinchas”) de los equipos de fútbol con los votantes (en general) de los partidos políticos.
Nunca entenderé que el votante de un partido político se empecine en seguir a “su partido” (“su”: adjetivo posesivo que supera la mera adhesión), a pesar de que ese partido, lo haya abandonado, cambiando radicalmente el ideario hasta el límite de travestirse y convertirse en algo completamente diferente a lo que era en origen, y que dicho votante, pese a ello, se muestre dispuesto a continuar votando a ese partido con el mismo fervor apasionado que caracteriza al hooligan, hincha o mero seguidor (aquí caben los tres perfiles) de un equipo de fútbol, cuando una cosa (la política) y la otra (el fútbol) no tienen nada que ver.
Ya se sabe que la realidad supera la ficción. En ese sentido, incluso en la cinematografía son escasas las escenas o mensajes que repiten el patrón del “me da igual, no voy a cambiar de opinión por ello…” 
Una excepción muy conocida y memorable (no la única, por supuesto) a ese patrón se da en el cine en la escena final de “Con faldas y a lo loco”, momento en el que  Jack Lemon se quita la peluca y le dice a Joe Brown (su pretendiente) que no se puede casar con él porque es un hombre, y este le contesta que le da igual, porque nadie es perfecto, es paradigma que “me viene como anillo al dedo”, para expresar lo que quiero transmitir. Pero, claro, no debe olvidarse que se trata de ficción y que el mensaje adoptado por el común de los mortales con sentido común (valga la redundancia) al presenciar la escena, es “qué lástima, no pudo ser”.
Entiendo perfectamente que el seguidor de un equipo de fútbol lo sea, en general,  de por vida, incluso si su equipo acostumbra a perder todos los torneos y los goles anotados en su haber, lo hayan sido en su propia portería, puesto que, como se suele decir, se trata de algo que va más allá de lo objetivo, algo relacionado con el sentir (un sentimiento) y con el arraigo emocional que nos vincula a unos colores.
Hasta ahí, todo perfecto, ahora bien, considero que hay ciertos límites (muy tasados) en los que un seguidor debería dejar de sentirse representado por esos colores, como por ejemplo, ser testigo (cómplice, por tanto) de una pitada masiva por parte de tu propia afición, al momento de sonar el himno de tu país en uno de esos trascendentes partidos.
Yo, que soy seguidor del mejor equipo del mundo (no digo cuál, para que hagan suyas mis palabras, evitando se me vayan por otros derroteros) siempre he dicho que dejaría (muy a mi pesar) de seguir a mi equipo si esto mismo, que hoy sucede en algunos partidos, fuese obra de mis correligionarios de equipo. Naturalmente, regresaría raudo al equipo de mis sueños, una vez las aguas volviesen a su cauce, y comprobase que mi afición hubiese abandonado toda señal de mancillamiento (acallando el himno, o ultrajando la bandera nacional) de los símbolos que representan la unidad de España; símbolos ambos, con su correspondiente carga o connotación sentimental que,  obviamente, son mucho más elevados, y por tanto deben estar muy por encima de cualquier otro sentimiento o emoción, por muy respetable que estos sean, todo ello, desde el sentido de cualquier perspectiva  antropológica que ansíe una sociedad mejor, por tanto, más civilizada. 
Primero se ama a una madre, y después se adora a una mascota. Ese orden debe ser siempre inmutable e inalterable. Todo lo que no guarde ese orden natural se convierte en una distopía, entendida como la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana (no andamos, precisamente, escasos de políticos y de hooligans alienados). 
Hay quien se refiere a estas cosas como “una paletada provocada por el  nacionalismo”, lo que provoca que los que se sienten aludidos, y por tanto, etiquetados como “paletos”, entren en esa espiral viciada de la que no se puede salir. Por ello, me inclino más por la opción de intentar esgrimir algún argumento.
 Volviendo al cine, aunque el fútbol tenga mucho que ver también con el séptimo arte (y si no, que se lo pregunten al maestro J.L. Garci), y digo al cine, porque el teatro, escenario en el que, a mi juicio, se fraguan los verdaderos actores,  tiene el inconveniente de llegar a una menor cantidad de público, y hablando de "películas", aunque quizás el género al que me referiré se enmarque mejor en el de las series o telenovelas mexicanas, la semana pasada asistimos, perplejos, a un nuevo episodio de la saga "Ecce Homo" protagonizada por ese aspirante a presidente del gobierno y actor conocido como “el inefable” en la Cámara Baja.
Vaya por delante (para los que opinen que el término "aspirante" aplicado a la figura de un presidente en activo puede resultar erróneo) que, para mí, un actor o un presidente, stricto sensu, no obtienen su condición por el hecho de protagonizar películas, el primero, o dirigir un gobierno, el segundo, sino por dominar el mundo de la interpretación al margen del éxito que tenga en taquilla (el primero),  y ser  elegido democráticamente (el segundo).
En este caso, el segundo, no es que no ganara las elecciones, es que las perdió y repitió gobierno Frankenstein, pactando, además, con los que querían y quieren destruir España, engañando para conseguir sus perversos propósitos a los “hooligans” de su organización política, a los que, como ocurre en mundo del fútbol, también les da igual “ocho que ochenta”.
Empezaba este artículo hablando del “mal actor”, y no puedo concluirlo sin dejar de recordar los gestos “del inefable” cuando entró en el hemiciclo. 
Salió del vehículo oficial con la mueca estudiada y así se postró en su escaño. Dijeran lo que dijeran sus adversarios políticos, eso es lo de menos, puesto que nunca contesta a lo que se le pregunta, prosiguió con ese gesto forzadísimo y sobreactuado.
Así, con ese gesto de actor de serie B para las siestas de los domingos (aprovecho para rectificar mi comparación anterior con las telenovelas mexicanas y pido perdón, ¡nada que ver, por Dios!) fue como “el inefable” abandonó el Congreso, y se dispuso a publicar su diatriba contra sus adversarios políticos (los malos, claro está, de la película) dejando a su esposa “pa los leones” tras su fracasado intento de mezclar su verdadera intención (acabar de una vez por todas con el Estado de Derecho, o darle la puntilla, para ser más preciso) con la divulgación pública del amor que profesa a su amada.
Obviamente, todo formaba parte del guion de una farsa, previamente concebida. Aquí nada es casual, por muy imprevisible que pueda parecer.
Una vez pasado el bochornoso fin de semana con autobuses de pensionistas reservados días antes de la famosa epístola, venidos “a bocata pagao” de diversas partes de España (no más de doce mil según fuentes oficiales) a los que un joven y valiente periodista (V.Q.) les hacía preguntas a pie de obra en la calle Ferraz. Respuestas, todas ellas y sin excepción, que no merecen ser reproducidas, unidas a agresivas formas y amagos de violencia, las cuales no dejan de ser un fiel reflejo de ese “hooliganismo” al que anteriormente me refería, llegó el momento cumbre (algo así como la super bowl, pero sin Madona) del lunes 28 de abril, en el que “el inefable” conmovió al mundo mundial.
Esta mañana, viniendo a trabajar, he escuchado en la radio (no digo cual por cariño a la cadena) que su “entrevista” (entiéndase el entrecomillado) en RTVE, la cual, por supuesto, decliné seguir, “el inefable” volvió a repetir la sobreactuación, pero esta vez, invirtiendo el orden de los gestos según la dosis de vaselina (perdón, quiero decir, según la pregunta) que se le formulaba, pasando de ese gesto de consternación infantil típico del niño incomprendido, a ese gesto duro que le sale más natural, de ególatra farsante y malintencionado.
No pretendía hablar más que de cine y de balompié (término más correcto), pero me veo en la obligación de dar brevemente cabida al baloncesto, ya que en el mismo programa de radio al que aludía antes, uno de esos periodistas en peligro de extinción, don L.d.P. (al que Dios guarde muchos años) decía que "mientras la oposición juega al ajedrez, meditando lentamente sus jugadas, “el inefable” juega al “basket” a toda velocidad", y yo no puedo más que suscribirme a esa teoría.
No en vano, esto es algo que viene sucediendo desde hace demasiados años, primero, con otro inefable, “ZP”, y ahora con ese alero bolchevique que bien podría llamarse "Petrovic”, si no fuera porque ese nombre debe reservarse a uno de los grandes de la historia del deporte (Drazen Petrovic) a diferencia del caso que nos ocupa, el cual, de pasar a la historia, no lo hará precisamente por ser un gran estadista, sino más bien, todo lo contrario.
Me temo que será muy difícil remontar un marcador tan abultado, una canasta tras otra, metiendo codos, cometiendo faltas y saltándose descaradamente las reglas de juego. Unas reglas de juego que, en poco tiempo, si la sociedad civil no reacciona, ningún árbitro se atreverá a sancionar, o lo que es peor, no serán ya sancionables porque, simplemente, las habrán cambiado por otras con el fin de  perpetuarse en la cancha ganando todos los partidos. 
Decía la otra noche el ilustre profesor A. T. en un programa televisivo, el cual me temo, echaremos de menos más pronto que tarde, que "Pedro Sánchez no era más que un Rubiales (el de “no voy a dimitir”) pero con pelo".
¿Qué más puede añadir uno a tan acertado comentario? 
Pues, eso…
¿De quién depende el Fiscal General del Estado? 
Pues, eso...
¿Qué significado tiene el crucifijo invertido que llevaba colgado al cuello la vicepresidente del gobierno el día del aquelarre de Ferraz? 
Pues, eso...
¿Por qué el PP no recoge el guante tendido por VOX para hacer frente común (desde las marcadas diferencias de ambos partidos) en lugar de intentar por todos los medios borrar del mapa a VOX, único partido con el que está obligado a entenderse si realmente desea evitar que el barco se hunda?
Pues, eso también...
Discúlpenme si no me han entendido bien, otro día intentaré expresarme mejor.


Artículo de M. Orozco
 

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