
Vito Quiles: El eco prohibido del muchacho que quería hablar
Por José Rivela Rivela, el cronista apartado
A veces —como decía Thomas Wolfe, mirando desde la ventana del tren que se alejaba de su pueblo— el mundo se encoge hasta caber en una sola voz acallada. Una voz joven, insolente, no porque grite, sino porque dice lo que otros temen decir. En este caso, la voz es la de Vito Quiles, periodista que fue invitado a hablar de libertad en una universidad española y al que el rectorado —con esa cortesía de las censuras modernas, vestida de protocolo— le cerró la puerta en nombre del “orden académico”.
Pero no hay orden que valga cuando la palabra se silencia. Lo sabía Wolfe, que fue expulsado del aula por escribir demasiado largo, demasiado humano, demasiado cierto. Lo sabe todo aquel que alguna vez ha querido contar su país y ha sido mirado con sospecha por los vigilantes del verbo. Porque España, con su alma barroca y su miedo a la claridad, aún teme al que dice las cosas sin permiso.

Vito Quiles quería hablar de libertad. Nada más. No de ideologías, ni de guerras culturales, ni de trincheras mediáticas. Quería hablar —como se habla del aire o del pan— de esa necesidad tan básica que, sin embargo, parece un lujo en los campus donde el pensamiento ya no se discute, sino que se administra.
Las universidades, que nacieron para el conflicto de las ideas, son hoy fortalezas del consenso. Y el consenso —esa forma elegante del bostezo— ha convertido la disidencia en un acto casi heroico. Lo grave no es que censuren a Quiles; lo grave es que muchos aplaudan la censura como si fuera higiene.
Thomas Wolfe escribió que “sólo el que ha conocido la soledad puede comprender la palabra libertad”. Quizá Vito, en el umbral de esa puerta cerrada, comprendió más de la libertad que todos los rectores juntos en sus despachos tapizados de becas y silencios.
España, otra vez, se mira en su espejo universitario y ve un rostro envejecido que teme a la juventud, un país que se declara libre pero necesita vigilantes para custodiar su libertad. Y uno imagina a Wolfe paseando por el campus, viendo a los rectores discutir sobre protocolos mientras el muchacho —ese periodista de voz desobediente— se queda fuera, bajo el sol, hablando con los pájaros, con los árboles, con los que aún saben escuchar.
Porque la palabra libre siempre encuentra su camino. Aunque le cierren la puerta, entra por la ventana. Aunque le corten el micrófono, habla en los pasillos. Aunque la censuren en los despachos, la rescata un estudiante, una mujer que pasa, un cronista apartado que aún cree en el valor del verbo.
Y así, como en una página de Wolfe, el aire vuelve a llenarse de esa música antigua y necesaria: la del hombre que se niega a callar.
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