
31 de octubre de 1978: la Constitución que nos hizo débiles
Por Javier García Isac
El 31 de octubre de 1978, las Cortes aprobaron la Constitución española, ese texto que durante décadas se ha presentado como el símbolo de la “reconciliación”, del “consenso” y de la “democracia modélica”. Pero, casi medio siglo después, la realidad es otra: la Constitución de 1978 no consolidó la unidad de España, la fracturó. No fortaleció al Estado, lo debilitó. No cerró heridas, las reabrió. Fue el producto de una Transición hecha a base de cesiones, complejos y silencios, y su resultado ha sido un país dividido, sometido al chantaje de los separatistas y gobernado por una oligarquía política que se reparte el poder mientras destruye la nación.
Aquel texto se nos vendió como fruto del consenso. En realidad, fue el fruto del miedo y la cobardía. Miedo a los separatistas que ya entonces amenazaban con la ruptura; miedo a la izquierda que exigía borrar cualquier huella del régimen anterior; miedo a los militares, al orden y a la palabra “España”. Por eso la Constitución de 1978 nació como un texto lleno de contradicciones, donde se dice una cosa y su contraria, donde se defiende la unidad en un artículo y se la destruye en el siguiente.
En su artículo 2, proclama solemnemente “la indisoluble unidad de la Nación española”. Pero en el mismo párrafo reconoce “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”. Ahí, en esa línea ambigua, en esa concesión suicida, comenzó la ruina de España. Porque lo que se presentó como un gesto de apertura, fue en realidad el acta de defunción de la unidad nacional. De esa frase nacieron los estatutos, las autonomías, los privilegios fiscales y las desigualdades territoriales. De esa concesión nació el chantaje permanente del separatismo.
Los artículos que debían proteger la soberanía nacional —los que hablan de la unidad, de la igualdad entre los españoles, de la defensa de la bandera o del papel de las Fuerzas Armadas— han sido papel mojado. Nunca se han aplicado. Nadie los ha defendido. En cambio, los artículos que permiten la descentralización, los privilegios regionales o el intervencionismo ideológico, se han aplicado con celo absoluto. La Constitución, en la práctica, se cumple solo cuando sirve para destruir España.
Nos dijeron que era un texto “de todos”, pero fue redactado por siete hombres, todos ellos representantes del sistema de partidos que acababa de nacer. Ni uno solo de ellos defendió abiertamente el legado histórico de España, ni la continuidad de su identidad. Se impuso el lenguaje del consenso, que no fue otra cosa que la claudicación del patriotismo ante la izquierda y el separatismo. Para que aceptaran la democracia, hubo que entregarles media nación.
Desde entonces, cada Gobierno ha hecho su interpretación de la Constitución. El PSOE la ha usado para justificar su poder; el PP para esconder su cobardía. Los separatistas, en cambio, han aprovechado sus grietas para dinamitar el Estado desde dentro. El resultado es un texto que ha servido a todos, menos a España.
El llamado “Estado de las Autonomías”, consagrado en la Constitución, se ha convertido en un monstruo de diecisiete cabezas que devora recursos, multiplica burocracia y destruye la igualdad. Cada comunidad legisla a su antojo, impone sus propias lenguas, inventa su propia historia y educa a generaciones de jóvenes en el odio a la patria. Todo ello amparado por la Constitución y bendecido por los gobiernos que juraron defenderla.
Y mientras tanto, los artículos que podrían corregir esta deriva —como el 155, pensado para defender la unidad nacional— se han convertido en una broma. Cuando se aplican, se hace tarde, mal y con miedo. Cuando no interesa, se ignoran. La Constitución, en manos del sanchismo, ha dejado de ser un marco legal para convertirse en un instrumento de destrucción institucional.
Por eso, hablar hoy de “reforma constitucional” es una trampa. No se trata de reformar lo que nació mal, se trata de redactar una nueva Constitución. España necesita un texto que no tenga miedo de llamarse nación, que no confunda autonomía con privilegio, que prohíba la existencia de partidos separatistas, que devuelva al Estado las competencias esenciales —educación, sanidad, justicia y seguridad— y que garantice una democracia fuerte, no sometida a las minorías que odian a España.
La Constitución de 1978 fue el espejo de la Transición: bonita en el envoltorio, podrida en su interior. Se nos dijo que sería el marco de la convivencia, y ha sido el marco del chantaje. Se nos prometió libertad, y nos dio partitocracia. Se nos ofreció igualdad, y nos dejó desigualdades. Ningún país serio puede sobrevivir con una Constitución que se incumple a diario y que ampara a quienes quieren destruirlo.
Por eso, 47 años después, la tarea ya no es reformar, sino refundar. Refundar España sobre la base de la unidad, la soberanía, la justicia y la verdad. Sin complejos, sin cesiones, sin falsos consensos. Una Constitución que no tema nombrar a Dios, a España y a su historia. Una Constitución que no divida, sino que una. Una Constitución para españoles libres, no para políticos dependientes.
El 31 de octubre de 1978 no nació una democracia plena: nació el sistema que hoy agoniza. Pero también nació la certeza de que algún día habrá hombres y mujeres capaces de escribir una nueva página. Y cuando eso ocurra, España volverá a ser lo que fue: una nación orgullosa, fuerte y unida.
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