
No en mi nombre
La opinión de Javier García Isac de hoy, miércoles 12 de noviembre de 2025
Orgullosos de lo que hicimos. Orgullosos de nuestro pasado. Orgullosos de la Hispanidad.
Una vez más, el Gobierno de España vuelve a inclinar la cabeza, a pedir perdón por lo que jamás debió ser motivo de vergüenza: la gesta más extraordinaria de la historia universal, la hazaña que dio nacimiento a una civilización nueva, la que unió dos mundos bajo una misma lengua, una misma fe y un mismo espíritu.
El ministro de Exteriores, José Manuel Albares, ha vuelto a humillar a España. En México, ante la presidente Claudia Sheinbaum —heredera ideológica del indigenismo más rancio y del resentimiento histórico que promueven los enemigos de la Hispanidad—, el ministro pidió perdón por la conquista, por Hernán Cortés, por nuestra obra civilizadora.
Y frente a esa vergüenza, solo cabe decir una cosa: no en mi nombre.
Ni los españoles ni los mexicanos de bien nos sentimos representados por un gobierno que reniega de su historia.
No en mi nombre se pide perdón por haber llevado la cruz, la lengua, el derecho, la educación y la civilización donde antes reinaban el sacrificio humano, el canibalismo ritual y la tiranía de un imperio que oprimía a todos los pueblos de su entorno.
Hernán Cortés no fue un invasor: fue un libertador.
Los tlaxcaltecas, los totonacas, los zapotecas y decenas de pueblos indígenas se unieron a los españoles para acabar con la dictadura genocida de los mexicas. Esos mismos mexicas que arrancaban el corazón a sus víctimas y devoraban su carne en honor a sus dioses.
Esa es la verdad histórica. Y es una verdad que ni los indigenistas modernos ni los progres de despacho pueden borrar.
España no conquistó, España civilizó.
España no destruyó, España fundó naciones.
España no esclavizó, España evangelizó, educó y creó cultura.
De aquel encuentro entre dos mundos surgió algo único: una comunidad de pueblos hermanos, una civilización hispánica que hoy se extiende desde el Río Bravo hasta la Patagonia, y que comparte una lengua, una fe y una historia común. Sin Hernán Cortés, no existiría México. Sin España, no existiría América tal y como la conocemos.
Por eso resulta intolerable que un ministro del Reino de España, en pleno siglo XXI, actúe como portavoz del indigenismo antioccidental, de la leyenda negra inventada por nuestros enemigos, y pida perdón a quienes deberían agradecernos haber puesto fin a la barbarie.
Porque antes de la llegada de España, no existía México: existía un mosaico de pueblos sometidos por un imperio sanguinario.
España trajo el Derecho, la lengua, la Universidad, la música, la arquitectura y el Evangelio. Los españoles mezclaron su sangre con los pueblos originarios, no para exterminarlos, sino para crear algo nuevo: la civilización hispánica.
Y es esa civilización, precisamente, la que hoy detesta la izquierda globalista, los socialistas de manual y los enemigos de la Hispanidad. Los mismos que se avergüenzan de lo que somos, que desprecian la historia de nuestros antepasados, que prefieren pedir perdón por haber civilizado antes que exigir respeto por haber creado naciones.
No en mi nombre, señor Albares.
No en nombre de los millones de españoles y de hispanoamericanos que nos sentimos orgullosos de lo que fuimos y de lo que somos.
No en nombre de quienes sabemos que España fue la nación que llevó la luz al Nuevo Mundo, no la oscuridad.
No en nombre de los que reconocemos en Hernán Cortés, en Pizarro, en Balboa, en Núñez de Guzmán o en Vasco de Quiroga, no conquistadores, sino forjadores de un mundo nuevo.
Mientras el Gobierno pide perdón por haber civilizado, nosotros gritamos con orgullo:
¡Viva España, viva México y viva la Hispanidad!
Porque no tenemos nada de lo que arrepentirnos.
Porque no pediremos perdón por haber llevado la fe y la cultura donde reinaba la barbarie.
Y porque lo que hoy une a nuestros pueblos —el idioma, la historia, el alma común— es infinitamente más grande que la ignorancia de unos ministros acomplejados.
España no fue verdugo, fue madre.
Y ningún burócrata socialista podrá cambiar esa verdad.
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