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Edificio gravemente dañado por impactos de proyectiles con restos de un vehículo militar en primer plano y un cielo nublado al fondo
OPINIÓN

Oviedo, ciudad mártir y heroica. La Gesta de Oviedo. Parte I

La opinión de Javier García Isac de hoy, viernes 10 de octubre de 2025

Este texto se abre con la memoria de un hombre cuyo verbo afilado y pluma implacable han ejercido de conciencia de España: Eduardo García Serrano. Hace años firmó un artículo que hoy sigue siendo aldabonazo y guía: con su estilo directo y sin concesiones a la tibieza ni a la corrección política, recordó que la historia no se borra, no se manipula ni se somete al capricho de los tahúres del poder.

Eduardo —con la autoridad de quien ha sacrificado todo por la verdad— explicó que Oviedo no fue sólo una ciudad sitiada; fue el altar donde España demostró fe, coraje y dignidad. Quienes defendieron estas calles frente a la barbarie del Frente Popular nos legaron una herencia que no puede traicionarse: resistir aunque todo parezca perdido.

Esa antorcha que Eduardo mantiene encendida desde hace décadas se recoge hoy aquí. Sus palabras trascienden el análisis periodístico: son testimonio y acto de amor a España; recordatorio de que el honor, cuando se entrega, no se pierde jamás.

La defensa de Oviedo fue, escribió él, un numantismo español, una resistencia que enseña que la patria no se negocia. Cambian los rostros, los métodos, los discursos; el odio es el mismo. Por ello, este texto arranca con un agradecimiento público a Eduardo García Serrano por su labor incansable de memoria, denuncia y fidelidad. Él es, en sí mismo, defensor de Oviedo en el siglo XXI: no con fusil ni bayoneta, sino con palabra y verdad.

La gesta ovetense no fue anécdota ni episodio aislado: demostró que un pueblo resiste cuando cree en algo más grande que la vida. Oviedo certificó que España, herida, no muere. Quede, como prólogo y advertencia, la lección que resuena: “Quien olvida su historia está condenado a repetirla; quien la recuerda con honor, está llamado a resistir de nuevo.”

Lo de 1936 no pertenece a un libro cerrado, ni el sacrificio de los defensores es simple recuerdo, ni la sangre de los mártires se derramó en vano. La batalla sigue abierta: ayer con cañones; hoy con decretos. Ayer con dinamita; hoy con leyes injustas. Ayer en las calles; hoy en juzgados, parlamentos y redacciones. Siempre la misma batalla: España contra sus enemigos. La lección que funde la voz de Eduardo y la memoria de Oviedo es inmutable: resistir es vencer.

Con ese homenaje nace el relato de la gesta conmemorada. Si Oviedo resistió hace 89 años, fue porque hubo héroes de carne y hueso, mártires que se negaron a claudicar, familias que soportaron lo indecible. A ellos se dedica este recorrido por calles bombardeadas, ecos de dinamita, ruinas de la catedral, hambre y frío; y también por la fe y el valor de un pueblo que no se rindió. La historia de una ciudad sitiada que se hizo símbolo de España.

La Gesta de Oviedo

En julio de 1936, tras el Alzamiento Nacional, Asturias quedó en gran parte en manos del Frente Popular: Gijón, Avilés, cuencas mineras… Pero en Oviedo, la guarnición al mando del coronel Antonio Aranda tomó la decisión que marcaría la historia: resistir.

Con apenas unos miles de hombres —guardias civiles, militares leales, voluntarios civiles, estudiantes, sacerdotes— se dispusieron a enfrentarse a decenas de miles de sitiadores. Lo que el enemigo creyó cuestión de días se volvió meses de asedio. A mediados de octubre, con la llegada de fuerzas de Galicia, se logró romper el cerco.

Más de 4.000 proyectiles cayeron sobre la ciudad. La catedral fue alcanzada varias veces. El teatro Campoamor, reducido a cenizas. El casco antiguo, arrasado. El 10 de octubre de 1936 se libró uno de los ataques más feroces: lucha cuerpo a cuerpo; los dinamiteros confiaron en derribar la plaza, y al día siguiente Oviedo seguía en pie. Cada embestida roja fracasó, dejando ruinas, hambre y muertos.

Si las bombas no bastaban, quedaba el hambre. El pan se racionó; la carne desapareció; la leche, recuerdo. En el invierno del 36, hubo quien se alimentó de gatos, perros y hierba hervida. Los niños padecieron raquitismo; los ancianos, muerte silenciosa; madres que renunciaron a su ración por los hijos. Nadie planteó rendirse.

En la miseria brilló la fe. Los sacerdotes no abandonaron al pueblo: misas en sótanos derruidos, rosarios en penumbra, sacramentos bajo fuego. Muchos fueron asesinados por el Frente Popular: sus nombres integran el martirologio español. La catedral de San Salvador, dañada, siguió en pie: símbolo de un alma intacta.

— Antonio Aranda, organizador genial de la defensa.

— Milans del Bosch, joven oficial ya destacado.

— Guardias civiles, columna vertebral de la resistencia.

— Mujeres que cosían, curaban y empuñaban fusiles.

— Médicos y enfermeras sin medicinas ni anestesia.

— Niños que actuaban de mensajeros bajo el fuego.

Oviedo fue un ejército entero, un pueblo entero, en pie de guerra. Numancia del siglo XX: prefirió destrucción a rendición. Sagunto frente a Aníbal: honor sobre vida. Covadonga moderna: Asturias de nuevo contra la barbarie. Lepanto renovada: inferioridad numérica, victoria moral. En la historia universal, recuerda Termópilas o el gueto de Varsovia: pocos frente a muchos con la dignidad intacta.

En 1938, Franco otorgó a Oviedo los títulos de “muy noble, muy leal, benemérita, invicta, heroica y buena”. Nunca ciudad alguna acumuló tantos honores. Fue mártir —arrasada, profanada, hambrienta— y heroica —en pie e inspiradora—.

El verano del 36 partió Asturias en dos: mientras Gijón, Avilés y las cuencas abrazaban al Frente Popular, la capital eligió otro camino. Oviedo, bajo Aranda, optó por la fidelidad a España, la defensa del orden y el honor de no entregarse a la barbarie. Con poco más de 3.000 hombres —militares, guardias civiles, falangistas, requetés y voluntarios— se alzó frente a más de 30.000 efectivos con artillería pesada y dinamiteros curtidos. 19 de julio: comenzó un asedio épico. Aranda, disciplinado y lúcido, entendió que la única salida era resistir: barricadas, civiles organizados, casas y conventos convertidos en fortalezas. Cada edificio, trinchera; cada familia, destacamento.

El Frente Popular quiso no sólo tomar la ciudad, sino quebrar su voluntad. Recurrió al martirio ejemplar. El 14 de octubre de 1936, la barbarie culminó con el sargento voluntario del Regimiento Milán n.º 32, Manuel del Rey Cueto. Hicieron traer a su madre, Ángela, para presenciar la tortura. Eduardo García Serrano narró el episodio con estremecedora precisión: le arrancaron los ojos; luego la lengua; y finalmente lo crucificaron. Unos carpinteros comunistas levantaron la cruz y lo alzaron mutilado. Permitieron que la madre regresara para sembrar el terror: “Contad lo que pasará si no se rinden.” Lograron lo contrario: fortalecieron la decisión. 21 de octubre: al entrar las columnas gallegas, hallaron el cuerpo aún clavado. Aquel martirio condensó la barbarie enemiga y la grandeza española: estandarte de resistencia, testimonio de morir por España y por Dios.

El sacrificio de Manuel y el dolor de Ángela recuerdan que la barbarie del Frente Popular no tuvo límites. Pero también que la sangre de los mártires fecunda la historia: cada martirio, una antorcha; cada atrocidad, un motivo para resistir. Con 30.000 sitiadores frente a 3.000 defensores, bombas, hambre y frío, Oviedo se mantuvo firme: destruida en piedra, intacta en espíritu.

La enseñanza es nítida: la barbarie siempre es la misma. Ayer dinamiteros; hoy mentira, corrupción, amnistía y traición. Los enemigos de España mudan de rostro, no de alma. Como ayer, la respuesta es resistir: aunque parezca imposible; aunque todo esté perdido; porque la dignidad de un pueblo vale más que la vida.

Este inicio del asedio y el martirio de Manuel del Rey Cueto son capítulo fundacional: España se salva con sacrificio, coraje y fe. Oviedo lo demostró en 1936; 89 años después, el deber es recordarlo y vivirlo. Que su nombre resuene como bandera; que el ejemplo de Ángela inspire a las familias; que el sacrificio de aquel sargento siga siendo semilla de resistencia. Honor y gloria eterna a Manuel del Rey Cueto. Gloria a los defensores de Oviedo.

La defensa de Oviedo no es un episodio más: es una lección permanente. Enseña que resistir es posible; que el sacrificio de unos salva a muchos; que fe y honor superan cañones. Y obliga a no olvidar: como entonces hubo dinamiteros para arrasar una ciudad, hoy los hay —de mentira, corrupción y traición— para arrasar una nación. La respuesta debe ser la misma: resistir.

Llegados aquí, la mirada alcanza el presente. Entonces el enemigo tenía rostro —dinamiteros, chequistas, milicias—; hoy viste traje y corbata, ocupa escaños, dirige ministerios, manipula tribunales y medios. Entonces se destruyó una ciudad con bombas; hoy, una nación con decretos, indultos y corrupción.

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