
27 de octubre de 2017: el día que el Estado se arrodilló
La opinión de Javier García Isac de hoy, lunes 27 de octubre de 2025
El 27 de octubre de 2017, el Parlamento de Cataluña proclamó de forma unilateral la independencia. Aquel día, en pleno siglo XXI, el Estado español sufrió el mayor desafío a su autoridad desde la guerra civil española y la intentona golpista socialista del 34. Lo del 23 F, hoy sabemos que fue otra cosa, donde por cierto, también estaban involucrados el Palacio de La Zarzuela y el PSOE. Fue un golpe de Estado, perpetrado a la luz del día, retransmitido en directo y alentado por un nacionalismo que llevaba décadas siendo financiado, tolerado y legitimado por los mismos gobiernos que hoy se rasgan las vestiduras.
Lo que se vivió aquel 27 de octubre fue una butifarrada política disfrazada de heroísmo. Una pantomima de república montada por cobardes, pero con una gravedad que aún hoy seguimos pagando. Los separatistas desobedecieron al Tribunal Constitucional, violaron la ley y pisotearon la soberanía nacional. Pero la verdadera tragedia no fue lo que hicieron ellos, sino lo que no hizo el Estado: responder con la firmeza que la situación exigía.
El Gobierno de Mariano Rajoy, con todo el poder constitucional en su mano, aplicó un artículo 155 descafeinado, cobarde y estéril. En lugar de recuperar el control político, judicial y administrativo de Cataluña, se limitó a convocar elecciones. Ni una sola medida para desmantelar las estructuras de poder del separatismo, ni una sola actuación para depurar responsabilidades. En pocas semanas, el golpe estaba olvidado y los golpistas, preparados para volver a presentarse a las urnas con total impunidad.
El resultado fue un Estado humillado y un separatismo reforzado. Los mismos que proclamaron la independencia se vieron legitimados por una respuesta débil y por un Gobierno que solo pensaba en salir del paso. Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y el Partido Popular pasaron a la historia como los enterradores del Estado de Derecho. No defendieron la Constitución: la vaciaron de contenido, si es que no lo estaba ya de antes.
La consecuencia está a la vista: ocho años después, España es más débil y el separatismo más fuerte. Los golpistas fueron indultados, los prófugos son hoy socios del Gobierno, y el Estado, en lugar de hacer justicia, negocia su propia humillación. Pedro Sánchez, heredero directo de aquella cobardía, ha ido más lejos: no solo ha perdonado a los que atacaron la unidad nacional, sino que ha pactado con ellos su permanencia en el poder.
Hoy, quienes dieron un golpe de Estado dictan desde Bruselas los presupuestos, las leyes y las condiciones de investidura. Puigdemont, huido de la justicia, se pasea por Europa como si fuera un jefe de Estado. Junqueras, condenado por sedición, da lecciones de democracia. Y el presidente del Gobierno de España actúa como su delegado político. Lo que no consiguió el separatismo por la fuerza, lo ha logrado gracias a la rendición moral y política del sanchismo.
El 155, lejos de fortalecer al Estado, demostró su absoluta fragilidad. Se aplicó tarde, mal y sin voluntad. Se restauró la autonomía en semanas, se mantuvo el control mediático separatista y se permitió que los mismos que habían quebrado la legalidad volvieran a mandar. No hubo castigo, no hubo depuración, no hubo justicia. La supuesta “recuperación de la normalidad” fue, en realidad, la institucionalización de la derrota.
Aquel episodio demostró que el nacionalismo catalán no es el problema, sino la consecuencia de un Estado que no cree en sí mismo. España no sufre por exceso de separatismo, sino por falta de autoridad. Porque un Estado que no hace cumplir sus leyes, que permite que se insulte a su bandera, que financia a quienes quieren destruirlo, y que negocia con prófugos y delincuentes, no es un Estado: es una caricatura de sí mismo.
El golpe del 27 de octubre fue un desafío frontal a la nación. La respuesta fue un acto de rendición política. Y desde entonces, la traición se ha convertido en política de Estado. El PSOE, que en 1934 se levantó en armas contra la República, hoy se alía con los nuevos golpistas para mantenerse en el poder. Los separatistas, que fueron derrotados por las urnas en 2017, hoy gobiernan por decreto moral, amparados por la complicidad del Gobierno y el silencio de una derecha que solo protesta cuando no gobierna.
La nueva “amnistía” a la carta que Pedro Sánchez prepara para contentar a sus socios separatistas y en especial al prófugo Puigdemont es la última estocada a lo que queda de soberanía nacional. Indultos, cesiones fiscales, transferencias y chantajes son el precio de su supervivencia política. Y mientras tanto, los jueces que intentaron aplicar la ley son perseguidos, insultados y apartados. España ha pasado de defender su unidad a pedir permiso para mantenerla.
El 27 de octubre de 2017 debería recordarse como el día en que el Estado fue derrotado sin disparar un solo tiro. No porque los separatistas ganaran, sino porque el Gobierno decidió perder. No por la fuerza del enemigo, sino por la debilidad de los nuestros. Y lo que entonces se presentó como una “crisis superada” fue, en realidad, la semilla del derrumbe que hoy presenciamos: un país gobernado por quienes quieren destruirlo, sostenido por quienes deberían defenderlo.
Aquel golpe no fue un episodio aislado, fue una advertencia. Y ocho años después, el separatismo sigue ahí, más fuerte, más arrogante y más protegido que nunca. Porque mientras el Estado siga gobernado por cobardes, Cataluña seguirá siendo el laboratorio de la desintegración nacional.
El 27 de octubre no fue el nacimiento de una república catalana, fue la muerte de una España confiada en su debilidad. Pero aún no es tarde. Si algo enseña la historia de España es que, cuando todo parece perdido, siempre hay un pueblo dispuesto a levantarse. Y ese pueblo volverá a hacerlo.
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