
25 de octubre de 1979: el inicio del desmantelamiento de España
La opinión de Javier García Isac de hoy, miércoles 22 de octubre de 2025
El 25 de octubre de 1979, las provincias Vascongadas aprobaban en referéndum su Estatuto de Autonomía, conocido como el Estatuto de Guernica. Aquel texto fue presentado por los políticos de la época como un avance democrático, como un símbolo de pluralidad y de reconciliación territorial. En realidad, fue el inicio del desmantelamiento del Estado y el germen del sistema desigual, caro e ineficaz que hoy conocemos como el “Estado de las Autonomías”. Fue el primer paso de una cesión sin fin, una rendición política que, con el tiempo, convirtió a España en un mosaico de taifas, privilegios y agravios.
Aquel estatuto, el primero de la nueva etapa constitucional, se aprobó apenas un año después de la Constitución de 1978. En teoría, pretendía integrar a las “nacionalidades históricas” dentro de la unidad de España. En la práctica, lo que hizo fue recompensar al separatismo, legitimar sus chantajes y abrir un camino que 45 años después ha llevado al borde de la ruptura nacional.
El Estatuto de Guernica concedió al País Vasco competencias que ninguna otra región de Europa ha tenido jamás: un sistema fiscal propio, el llamado “cupo vasco”, que desde entonces se ha convertido en una anomalía dentro de un Estado que presume de igualdad. Mientras un trabajador madrileño o andaluz paga sus impuestos al Estado, el vasco y el navarro pagan a su diputación foral, que luego entrega a Madrid lo que quiere y cuando quiere. Y todo eso, bajo el aplauso de aquellos que han preferido mirar hacia otro lado a cambio de unos votos en el Congreso. El problema no es tanto el cupo vasco o navarro, el problema es quien decide quien se queda con cada cosa, lo que viene a significar, que ese dinero se suele utilizar en alentar la sedición, y no en mejorar la vida de los navarros o los vascos
Lo que se vendió como un gesto de integración fue, en realidad, una claudicación ante el chantaje terrorista. En 1979, ETA seguía matando. Las calles del País Vasco eran un infierno de amenazas, secuestros y asesinatos. Los partidos con vocación nacional apenas podían hacer campaña. El referéndum del Estatuto de Guernica se celebró en un clima de miedo, y los terroristas lograron su objetivo: el Gobierno de UCD, con Adolfo Suárez al frente, cedió competencias políticas y fiscales para tratar de “pacificar” la región. Pero en lugar de lograr la paz, consiguieron legitimar la violencia como instrumento político.
De aquel estatuto nació el mal llamado “Estado de las Autonomías”, un invento improvisado que se vendió bajo la fórmula del “café para todos”, como si España fuera un puzzle que había que contentar pieza por pieza. Se quiso evitar el agravio de dar más poder al País Vasco y Cataluña concediendo autonomía al resto, y lo que se consiguió fue multiplicar los agravios, duplicar las estructuras y diluir la autoridad del Estado.
Hoy, 45 años después, el balance es demoledor. Tenemos 17 parlamentos, 17 televisiones autonómicas, 17 sistemas educativos y sanitarios, y 17 maneras distintas de dividir a los españoles, aparte de las dos ciudades autónomas como son Ceuta y Melilla. Tenemos comunidades que tienen privilegios fiscales y otras que son tratadas como colonias. Tenemos lenguas que se imponen por decreto mientras se persigue al español en su propia tierra. Tenemos regiones que niegan la soberanía nacional y otras que la pagan con impuestos. Y todo esto lo seguimos llamando, con cinismo, “modelo de convivencia”.
El Estado de las Autonomías ha sido el mayor fraude político de la Transición. Nació de la cobardía y se ha sostenido gracias a la traición. Lo diseñaron como un instrumento de descentralización y lo convirtieron en un arma de fragmentación. Lo defendieron como un modelo de equilibrio y lo transformaron en un sistema clientelar donde los partidos compran voluntades a base de privilegios. Hoy el separatismo se alimenta del Estado y el Estado se somete al separatismo.
Desde el Estatuto de Guernica hasta el procés catalán, pasando por los pactos con Pujol, los indultos o la amnistía de Sánchez, todo ha sido una línea continua de cesiones. Cada vez que el PSOE o el PP necesitaron gobernar, pagaron el precio con más autogobierno, más dinero, más impunidad. El resultado es una España donde el ciudadano es desigual ante la ley según el territorio en el que nazca, donde la unidad es una palabra vacía y donde la soberanía nacional se negocia como si fuera un producto de mercadillo.
Lo más grave es que esta deriva no ha tenido oposición real. El PP, cuando ha gobernado, ha consolidado el sistema. Lejos de revertirlo, lo ha bendecido. Y así, año tras año, decreto tras decreto, hemos ido renunciando a la nación. España dejó de ser una patria para convertirse en una confederación de intereses.
El 25 de octubre de 1979, con el Estatuto de Guernica, se abrió la puerta a la desigualdad, al privilegio y al chantaje. Fue el día en que el Estado comenzó a desmontarse a sí mismo. Y lo hicimos, además, convencidos de que era un acto de modernidad y progreso. Hoy, cuando los separatistas dictan la política nacional desde sus escaños, cuando un prófugo decide los presupuestos y cuando el presidente del Gobierno obedece a quienes quieren romper España, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos: el café para todos nos salió veneno para todos.
España necesita recuperar su unidad política, su soberanía y su autoridad. Hay que devolver al Estado las competencias esenciales y poner fin al modelo autonómico que nos ha llevado al caos. Porque no puede haber 17 Españas: solo hay una. La que forjaron Isabel y Fernando, la que defendieron Churruca y Gravina, la que reconstruyó Franco y la que ahora tenemos el deber moral de rescatar.
El Estatuto de Guernica fue el punto de partida de la rendición. Pero la historia aún no está escrita del todo. Si hubo un tiempo en que España supo levantarse de su ruina, podrá hacerlo otra vez. Y esa vez será definitiva.
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