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Tres personas en primer plano, un hombre de traje con el dedo en la nariz, un reportero con micrófono y una mujer de cabello rubio, mientras al fondo se ve una protesta violenta con personas lanzando piedras y un cartel que dice 111 muertes violentas
OPINIÓN

Narices, piedras y portavoces

Por José Rivela Rivela

La política de hoy es un espectáculo ambulante. Los antiguos parlamentos se han convertido en teatros de variedades, donde cada gesto vale más que un programa entero.

Ahí tienen a Sergio Massa, sorprendido en un acto tocándose la nariz cuatro veces en quince segundos. El asunto, difundido con precisión quirúrgica, no necesitó sesudos análisis económicos: bastó el ojo rápido de un cronista para que el gesto quedara convertido en símbolo.

Mientras tanto, en Moreno, kirchneristas y mileístas repiten la vieja costumbre argentina de discutir a pedradas. La diferencia está en quién lo cuenta: algunos medios prefieren callar o adornar, otros lo relatan con una claridad casi fotográfica, como hace @Laderechadiario, que ha convertido la política en un espejo incómodo, sin filtros ni afeites.

En Washington, la Casa Blanca se convierte en tablao cuando @javiernegre10, micrófono en mano, entrevista a la portavoz de Trump. La escena parece un duelo barroco: preguntas disparadas como arcabuces y respuestas que se defienden con retórica de escudo. El resultado, más que entrevista, es cuadro de Velázquez, con un periodista que pinta con palabras más rápido que muchos pintores con pinceles.

Y al fondo, como si quisiera reírse del destino, aparece Javier Milei, @jmilei, cabalgando todavía entre piedras y discursos, sobreviviendo a gritos y adoquines con la fe intacta en que los números también pueden ser banderas. Milei tiene algo de personaje cervantino: todos lo miran como excéntrico, pero nadie puede dejar de seguirlo en su quijotesca cabalgata.

Velázquez, si levantara la cabeza, pintaría este disparate universal con la misma calma con que retrató a los bufones de Felipe IV: ministros que se tocan la nariz, militantes que tiran piedras, periodistas que entrevistan a cañonazos y presidentes que entran y salen de bodas como invitados inoportunos.

El espectáculo, como siempre, no gobierna: se representa. Y en esa representación, unos pocos cronistas y políticos parecen haber entendido mejor que nadie que el mundo moderno no necesita solemnidad, sino luz directa.

Sala imaginaria del Museo del Prado

Entramos en la sala 12, donde suelen reposar Las Meninas y los bufones, pero algo ha cambiado. Entre La rendición de Breda y El príncipe Baltasar Carlos a caballo, aparece un lienzo que ningún catálogo oficial reconoce: “El espectáculo político universal”.

El marco dorado es desmesurado, casi teatral, con guirnaldas barrocas que parecen reírse del espectador. Ante él se arremolina un grupo de turistas que, audioguía en mano, escuchan la explicación:

—“Aquí vemos al ministro Massa tocándose la nariz cuatro veces en un solo acto, reproducido en distintas fases como si fuera un ballet nasal. A su derecha, Javier Negre, micrófono en ristre, dispara sobre la portavoz de Trump, que se defiende con un aire de Inmaculada Concepción mediática…”

Un niño señala el fondo del cuadro y pregunta:

—“¿Y por qué esos señores tiran piedras?”

La madre responde sin titubeos:

—“Son kirchneristas, hijo. Es arte contemporáneo disfrazado de clásico.”

En el espejo del fondo —el famoso truco velazqueño— se distingue una escena nupcial: un novio despidiendo a Pedro Sánchez entre vítores y risas. Al lado, desfilan cifras de homicidios dominicanos escritas en banderas, como si fueran procesión de penitentes.

Los visitantes sonríen, murmuran, hacen fotos. Algunos piensan que es sátira; otros, que es pura realidad. Y un guía, con ironía muy madrileña, concluye:

—“Velázquez, señores, no sólo pintó la Corte de Felipe IV. También, con cuatro siglos de retraso, retrató la comedia política universal. Y el resultado, como ven, es que todo gobierno acaba en espectáculo de museo.

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