
Morante de la Puebla: el último genio romántico del toreo
La opinión de Javier García Isac de hoy, lunes 13 de octubre de 2025
Ayer, 12 de octubre de 2025, en la plaza de toros de Las Ventas, se ha cerrado una de las páginas más bellas, más intensas y más humanas de la historia del toreo. José Antonio Morante de la Puebla, el genio sevillano, el artista imprevisible, el torero que hizo del capote una bandera y de la muleta un lienzo donde pintar el alma, ha dicho adiós.
No ha sido su mejor faena, ni falta que hacía. Bastaba su sola presencia, su figura enjuta, su mirada nostálgica y su manera de andar por el ruedo para que el silencio de la plaza tuviera más fuerza que el propio rugido del público. Bastaba ese gesto solemne de cortarse la coleta, después de cortar dos orejas, para que el tiempo se detuviera y el toreo recordara que hay hombres que no se van nunca del todo.
Morante ha sido, durante más de dos décadas, el último torero romántico, el último de una raza de artistas irrepetibles, de esos que no torean por dinero, sino por inspiración. Un hombre que ha vivido el toreo como una religión, con sus dudas y sus milagros, con su pasión y sus silencios. Ha tenido tardes gloriosas y otras de desencanto, pero incluso en sus días malos había algo distinto, algo que lo separaba de los demás: el duende. Ese misterio inaprensible que solo poseen los elegidos, los que no se conforman con ejecutar, sino que necesitan crear.
Morante no ha sido un torero de números, sino de sensaciones. Su toreo ha sido un poema breve, a veces incomprensible para los que solo entienden de estadísticas, pero infinito para los que saben mirar con el alma. Ha sido heredero de Belmonte y de Curro Romero, de los artistas que prefieren una verónica perfecta a cien faenas vulgares. Morante ha dignificado la palabra torero, la ha elevado a categoría de arte mayor, y ha recordado a todos que sin belleza, el toreo pierde su sentido.
Su retirada no sorprende, pero duele. Duele porque se va el último romántico, el que mantenía encendida la llama de la autenticidad en un tiempo de artificios. Duele porque ya no veremos esa media verónica que parecía detener el aire, ni esa naturalidad desbordante que convertía el pase en oración. Duele porque el toreo, sin hombres como Morante, se hace más frío, más previsible, más gris.
Esta temporada, quizá la más redonda de los últimos años, fue su despedida sin que muchos lo supieran. Ha toreado con la serenidad de quien sabe que todo tiene un final, con la profundidad de quien ha hecho las paces con su destino. Morante se ha ido por la puerta grande, no solo de Las Ventas, sino de la historia. Allí, donde esperan los maestros de verdad: Manolete, Antoñete, Dominguín, Curro Romero o José Tomás, ese otro loco genial con el que compartió cartel y admiración.
Y en su último gesto, ha tenido la grandeza de los hombres buenos: organizar un festival para que se erija una estatua en honor a Antoñete, ese torero del alma madrileña que encarnó la pureza del arte eterno. Porque solo los grandes saben reconocer a los grandes. Morante, en su adiós, ha recordado que el toreo también es memoria, gratitud y herencia.
Hoy se va un torero y se queda un mito. Se apaga una luz, pero su estela iluminará siempre las tardes de los que sueñan con volver a sentir el temblor de una verónica perfecta.
Morante de la Puebla ya pertenece a esa casta de toreros inmortales, de los que no se retiran: simplemente cambian de escenario.
Su coleta cortada no es un punto final. Es una promesa: la de que el arte, cuando es verdadero, nunca muere.
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