
La jerarquía eclesiástica, rehén del poder, olvida su misión; Abascal tiene razón
Por Javier García Isac
La jerarquía eclesiástica española ha traicionado su razón de ser. Más pendiente del modelo de declaración de Hacienda que del modelo de fe, ha sustituido la cruz por el contador de subvenciones. Santiago Abascal lo denuncia y lo hace con toda la fuerza que merece.
No hay mayor afrenta para el catolicismo que ver a quienes deberían ser guardianes de la fe plegarse ante el poder. Una jerarquía más dispuesta a rendir culto a los intereses públicos y mediáticos que a defender los principios eternos que predica. Una jerarquía que, con la religión en sus labios, se arrodilla ante el poder político, deja a los fieles desamparados y privilegia las buenas migajas antes que proclamar la verdad.
Abascal lo ha dicho con claridad meridiana: “Soy católico, pero mi responsabilidad es política”. Frente a esa claridad, muchos obispos han respondido con tibieza, a menudo amordazados y mirando hacia otro lado cuando deberían alzar la voz. Y todo mientras se permiten más condescendencia hacia un mundo musulmán que, en su negación de nuestra identidad, amenaza nuestra forma de vida. Mientras tanto, apenas hay una palabra que salga de sus púlpitos para defender a aquellos que sufren bajo el totalitarismo ateo, el terror rojo, o a quienes dieron su vida por España y por la fe.
Es irónico —si uno no se enfada primero— que se brillen más con discursos de inclusión que protejan lo indefendible, mientras olvidan el derecho a la vida, el sufrimiento de los nuestros, las víctimas del terrorismo. Su progresismo de saldo, su ‘wokeismo’ barato, ha convertido la Iglesia en un teatro de vanidades. El progresismo les llena los bolsillos, pero vacía sus mensajes.
Eso es lo que ocurre cuando tu jerarquía se convierte en un lacayo del poder. No hay coro de debate, no hay defensa de lo que importa: el catolicismo social, verdadero, exigente. La Iglesia de hoy está más preocupada por no herir sensibilidades que por proteger a los débiles. Y más aún: por no perder subvenciones que por predicar la doctrina.
¿Cómo esperan mantener la fe viva sin defender el derecho a la vida? ¿Cómo pueden pretender hablar de misericordia sin condenar al terrorismo que ha asesinado en pos de la barbarie, o sin honrar a quienes defendieron España y la cruz? ¿Acaso creen que el silencio conforta más que el testimonio valiente?
Abascal no lo hace por populismo; lo hace por responsabilidad histórica. Lo hace porque ve a la Iglesia entregada al espectáculo político, cuando debería ser un faro de coherencia. Ese faro que, en el pasado, valientemente protegía a los ciudadanos incluso desde la oposición. Frente a ese apagón moral, Abascal se planta con su voz: no es solo católico, es defensor de lo que la fe siempre exigió. Y eso escuece, porque recuerda que una Iglesia que teme, no enseña.
La Iglesia actual vive de cadenas y discursos que abrazan lo políticamente correcto, mientras abandona a quienes más necesitan su acción. Y no se equivoquen: los fieles lo notan. Lo notan cuando no encuentran palabra de consuelo, voz en el debate, abrazo en la verdad. Lo notan esa generación que ya no acude a los templos porque no encuentra respuesta. Lo notan quienes ven en su jerarquía más un actor de manual de estilo que un pastor, y en su programa, más un guión vacío que una misión.
Con toda firmeza, hay que decirlo: Abascal tiene razón. Su denuncia apunta a una realidad dolorosa, pero real. Es hora de que quienes visten de púrpura recuerden que su misión no es la estadística, no es el favor del poder, no es el titular fácil. Es la cruz de la fe. Y si esa cruz pesa demasiado, es mejor retirarse que pretender llevarla solo de boquilla.
La historia exigirá cuentas, y no solo a Abascal, sino a quienes hoy callan y se acomodan en su poltrona episcopal. Porque la fe no se mide por el silencio, sino por el testimonio. Y ese testimonio, hoy, escasea.
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