
Ignacio Ruiz-Quintano, el último irónico
Por José Rivela Rivela, el cronista apartado
A Ignacio Ruiz-Quintano hay que leerlo despacio, como se escucha el rumor del agua en una fuente antigua. No escribe para la multitud, sino para quien todavía cree que la inteligencia puede ser una forma de ternura. Hay ironías que hieren, pero la suya acaricia con la punta de una navaja limpia: corta el aire, pero deja en la piel una huella de lucidez y un escalofrío de belleza.
Su prosa es de otro siglo y de este tiempo a la vez. Parece escrita con pluma de oca y mirada de dron. Uno lo imagina, en la madrugada de la redacción, doblado sobre el teclado como un monje que confiesa al idioma. Porque Ruiz-Quintano no escribe columnas: levanta pequeñas catedrales verbales donde se refugia el humor inteligente, ese que ya casi no se usa porque no da votos ni “clics”.
En cada frase suya hay algo de compasión y algo de burla, como en las buenas homilías de los viejos curas irónicos. Se ríe del poder, pero también de sí mismo. Y eso lo salva. Su crítica nunca es un grito: es una media sonrisa que desarma más que mil editoriales.
Los que lo leen desde hace años saben que detrás de su ironía hay una melancolía muy española: esa conciencia de que la realidad, por más absurda que sea, siempre termina teniendo razón. Él no pontifica, no adoctrina, no insulta. Se limita a mirar, con el mismo escepticismo compasivo con que un anciano observa a unos niños discutir sobre el mundo.
Quintano pertenece a una raza en extinción: la de los escritores que aún creen en la inteligencia como una forma de decencia. No hay resentimiento en su pluma, sino una especie de serenidad moral que viene de haber leído mucho y de haber vivido más. Entre tanto columnista que pretende ser juez, fiscal o influencer, él sigue siendo lo que siempre fue: un cronista que escucha al idioma antes de hablar.
Y lo que escucha no es ruido: es música baja, de órgano viejo, el sonido de una España que todavía lee entre líneas y se ríe sin hacer aspavientos.
Ignacio Ruiz-Quintano escribe como quien enciende una vela en mitad del apagón. No para iluminar al mundo, sino para recordar que aún hay luz. Y que, mientras haya alguien capaz de sonreír con ironía en lugar de gritar con rabia, no todo está perdido.
Porque su ironía no destruye: consuela. Y en eso, acaso sin quererlo, Ignacio Ruiz-Quintano se ha convertido en el último humanista.
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