
11 de noviembre de 1918: El armisticio que no trajo la paz
La opinión de Javier García Isac de hoy, martes 11 de noviembre de 2025
El 11 de noviembre de 1918, a las 11 de la mañana, se firmaba en un vagón de tren en el bosque de Compiègne, al norte de París, el armisticio que ponía fin a la Primera Guerra Mundial.
Europa creía haber cerrado una tragedia, pero en realidad acababa de sembrar la semilla de la siguiente.
Lo que se presentó como el “fin de todas las guerras” fue, en verdad, el inicio de un nuevo desorden mundial, donde los imperios caían, las naciones se desangraban y la arrogancia de los vencedores preparaba el terreno para la Segunda Guerra Mundial.
La caída de los imperios y el fin de una era
Aquel 11 de noviembre no solo terminó un conflicto bélico: terminó un mundo.
Desaparecieron los grandes imperios europeos —el austrohúngaro, el alemán, el otomano y el ruso zarista— que, con sus defectos, habían mantenido durante siglos un equilibrio de poder y una idea de civilización.
Los reemplazó un mosaico de repúblicas débiles, nacionalismos desbocados y revoluciones ideológicas que destruyeron el viejo orden europeo.
De la caída del zar surgió el comunismo; del hundimiento alemán, el resentimiento; y de la descomposición austrohúngara, un enjambre de pequeñas naciones enfrentadas entre sí.
El mapa de Europa cambió, pero la paz no llegó.
El Tratado de Versalles fue una humillación disfrazada de justicia, un castigo brutal que destruyó la economía y el orgullo alemán.
Y cuando a un pueblo se le roba la esperanza, acaba abrazando el odio.
El 11 de noviembre de 1918 fue el principio del camino que llevaría, apenas veinte años después, a 1939.
La Europa del castigo y la hipocresía
Las potencias vencedoras no aprendieron nada.
Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos impusieron sanciones desmedidas, exigieron reparaciones imposibles y sembraron el resentimiento que alimentó al nazismo.
La llamada Sociedad de Naciones, presentada como el garante de la paz, fue una maquinaria de hipocresía, incapaz de frenar la expansión del comunismo soviético o la revancha alemana.
Europa no necesitaba venganza: necesitaba justicia, reconstrucción y equilibrio. Pero los vencedores eligieron humillar a los vencidos.
Y mientras tanto, los grandes intereses financieros —los mismos que habían financiado la guerra— empezaban a construir un nuevo orden mundial, el de los bancos, las deudas y las corporaciones.
El siglo XX nació entre trincheras y culminó en laboratorios ideológicos.
Y desde entonces, Europa nunca volvió a ser dueña de sí misma.
España: la inteligencia de la neutralidad
En medio de aquel desastre, España tuvo la inteligencia de mantenerse neutral.
El gobierno de Eduardo Dato, bajo el reinado de Alfonso XIII —con sus limitaciones, pero con visión— comprendió que aquella guerra no era la nuestra.
Gracias a esa neutralidad, España evitó el derramamiento de sangre y logró un breve impulso económico: nuestras fábricas producían, nuestros puertos comerciaban, y Madrid fue un centro diplomático de mediación y refugio.
Pero, como tantas veces en nuestra historia, no supimos aprovechar la oportunidad.
La riqueza se concentró en unos pocos, aumentaron las desigualdades, y la agitación social se extendió por todo el país.
Los obreros no vieron mejora alguna, y los patronos no entendieron que el orden se mantiene con justicia.
La neutralidad salvó vidas, pero no trajo concordia.
Aquel desequilibrio social, sumado a la ceguera de las élites políticas, acabó desembocando en la crisis de 1923 y en el golpe de Primo de Rivera, preludio de un siglo XX español marcado por convulsiones y tragedias.
Un siglo de errores repetidos
El 11 de noviembre de 1918 no fue solo el final de una guerra, sino el inicio de una era de engaños.
Europa creyó que podía construir la paz sobre el castigo y la prosperidad sobre la ruina del enemigo.
Veinte años después, las bombas caían sobre Varsovia, Londres y Berlín.
Hoy, más de un siglo después, los errores se repiten:
una Europa sin soberanía, subordinada a potencias extranjeras; gobiernos que hablan de paz mientras financian guerras; y una clase política que repite los vicios de Versalles: hipocresía, debilidad y servilismo.
España, una vez más, parece no aprender.
Nuestra neutralidad de entonces nos salvó del desastre, pero hoy nos arrastran a conflictos ajenos bajo la bandera de Bruselas.
Ya no decidimos por nosotros mismos.
Y mientras nuestros gobernantes se arrodillan ante la OTAN o la Unión Europea, el pueblo español vuelve a pagar el precio del sometimiento.
El 11 de noviembre de 1918 simboliza el final de un mundo y el comienzo de otro, más injusto y más hipócrita.
Europa perdió su alma en el barro de las trincheras y nunca la recuperó.
Los vencedores de la Gran Guerra creyeron haber ganado la paz, pero solo ganaron tiempo.
Y ese tiempo se agotó veinte años después, con el rugido de los cañones de la Segunda Guerra Mundial.
España, neutral y prudente, evitó entonces el desastre, pero sigue sin aprovechar las lecciones de su historia.
La paz, como la libertad, no se hereda: se defiende.
Y hoy, cuando Europa vuelve a jugar con fuego, convendría recordar que las guerras no las ganan los pueblos, sino los poderosos que las provocan.
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