
10 de noviembre de 1843: Isabel II jura la Constitución, comienza la decadencia de España
Un tiempo de guerras civiles, pronunciamientos militares, gobiernos efímeros y traiciones constantes
El 10 de noviembre de 1843, la joven Isabel II juraba la Constitución de 1837 y asumía oficialmente el trono de España. Tenía apenas trece años. Aquel día marcaba el inicio de un reinado que muchos historiadores califican como el más convulso, inestable y trágico de la España contemporánea.
Tras siglos de esplendor bajo los Austrias y el primer siglo Borbónico, el siglo XIX fue, sin duda, el siglo de la decadencia española.
Un tiempo de guerras civiles, pronunciamientos militares, gobiernos efímeros y traiciones constantes.
Y aunque Isabel II fue la figura visible, detrás de su reinado se escondía un país que había perdido el rumbo, una nación que pasó de dominar medio mundo a no saber gobernarse a sí misma.
De la gloria imperial al desconcierto liberal
España llegaba a 1843 exhausta.
Venía de perder su imperio americano, desgarrada por la primera guerra carlista, dividida entre absolutistas, liberales, progresistas, moderados y revolucionarios.
Los partidos políticos no nacieron como instrumentos de representación, sino como camarillas de poder, alimentadas por la corrupción, el clientelismo y la ambición personal.
Cada general tenía su partido y cada partido, su ejército.
Mientras tanto, el pueblo sufría hambre, el campo se despoblaba y las ciudades se llenaban de miseria.
La Constitución de 1837, que Isabel II juró aquel 10 de noviembre, fue fruto de una minoría liberal que no representaba al conjunto de España. Se impuso por la fuerza de las armas, y no por la voluntad del pueblo.
Por eso, su juramento no significó unidad ni reconciliación, sino la continuidad del caos.
Isabel II: una reina manipulada por camarillas
Isabel II fue proclamada reina siendo una niña, tras la muerte de su padre, Fernando VII, y la anulación de la Ley Sálica mediante la célebre Pragmática Sanción.
Esa decisión, que permitió a una mujer ocupar el trono, desató la Primera Guerra Carlista (1833-1840), una de las más sangrientas de nuestra historia.
Mientras miles de españoles morían defendiendo su fe, sus fueros y su monarquía tradicional, en Madrid las logias liberales y los generales golpistas tejían alianzas para repartirse el poder.
Durante todo su reinado, Isabel II fue rehén de los intereses de palacio, de los caprichos de su madre, María Cristina, y de los políticos que se disputaban su favor.
Su corte se convirtió en un escenario de escándalos, favoritismos y decadencia moral.
El ejército se sublevaba cada pocos meses, los gobiernos duraban semanas, y la nación se desangraba entre pronunciamientos y traiciones.
El siglo XIX español es la crónica de una España sin rumbo, donde el trono y la bandera ya no representaban a un pueblo unido por su fe y su historia, sino a una oligarquía dispuesta a destruirlo todo con tal de conservar el poder.
El siglo XIX: la larga noche de España
Desde la Guerra de la Independencia hasta la Restauración, España vivió en guerra permanente consigo misma.
El país que había evangelizado América y llevado su lengua al mundo, se convirtió en un campo de batalla entre hermanos.
Mientras Inglaterra y Francia consolidaban sus imperios, España se consumía en su lucha interna entre tradición y revolución.
Y lo peor: perdió su espíritu.
El siglo XIX fue el siglo de la desamortización de la Iglesia, del expolio del patrimonio religioso y artístico, de la miseria del campesinado y del ascenso de la masonería política.
La fe, que había sido el alma de España, fue expulsada de la vida pública; la unidad, que había sido su fuerza, fue fragmentada por el regionalismo y las ambiciones de unos pocos.
Aquella España del 10 de noviembre de 1843, que juraba una constitución importada y contradictoria, ya no era la España de Lepanto, ni la de los Tercios, ni la de los misioneros.
Era una España debilitada, presa de sus complejos y de su propia división.
De Isabel II al desastre del 98
El reinado de Isabel II terminó como empezó: entre pronunciamientos y exilios.
En 1868 fue derrocada por la llamada Gloriosa, una revolución que, como todas las nuestras, prometió libertad y trajo ruina.
Después vendría el caos republicano, Amadeo de Saboya, la Primera República, el retorno de los Borbones y, finalmente, el Desastre de 1898, cuando España perdió Cuba, Filipinas y Puerto Rico.
Un siglo de decadencia política y moral, donde el liberalismo destruyó el alma de la nación y abrió las puertas al socialismo, al separatismo y a la anti-España que aún hoy sufrimos.
Lecciones para el presente
Recordar el 10 de noviembre de 1843 no es un mero ejercicio académico.
Es recordar el punto de inflexión donde España cambió el rumbo de su historia.
Pasó de ser una potencia espiritual, cultural y militar, a ser un país dividido, manejado por minorías ideológicas y por un poder extranjero que nunca ha dejado de intervenir en nuestros asuntos.
El siglo XIX es una advertencia para el siglo XXI:
Cada vez que España renuncia a su tradición, cae en el abismo de la división y la decadencia.
Y hoy, bajo el gobierno del relativismo, del laicismo y del separatismo, parece que estamos repitiendo aquel error.
El 10 de noviembre de 1843, Isabel II juraba una constitución que no representaba al pueblo, sino a una élite liberal y masónica que pretendía destruir la vieja España.
Aquel día empezó la larga noche del siglo XIX, el tiempo de las guerras civiles, de las traiciones y del olvido de Dios.
De aquel desorden nació la España que aún hoy pagamos: una nación sin memoria, sin fe y sin orgullo.
Recordar esa fecha es recordar lo que fuimos y lo que no debemos volver a ser.
Porque solo volviendo a nuestras raíces —la fe, la unidad y la tradición— España podrá recuperar la grandeza que perdió en aquel siglo maldito.
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