
Gentleman Jim … boxeo y cine
Por Gustavo Vidal
Entre los siglos XIX y XX, el poeta de Springfield, Nicolás Vachel Lindsay, escribirá un delicioso libro de poemas, El cachalote de oro, inspirado en los tristes blues de los esclavos negros de Virginia. En el poema John L. Sullivan, el muchacho fuerte de Boston, podremos deleitarnos con la crónica poética de aquel acontecimiento galvanizador de multitudes y sentimientos, trascendiendo el deporte, penetrando en la conciencia colectiva de un pueblo e impartiendo la lección suprema de la lucha contra las circunstancias, aunque una de aquellas circunstancias sea el alcoholismo y la enfermedad. Leamos pues al genio de Springfield…
“… Cuando yo tenía nueve años, en 1889.
oí el sonido de una trompeta que anunciaba una batalla.
Cerca de Nueva Orleans,
sobre una pradera de esmeralda.
John L. Sullivan,
el muchacho fuerte
de Boston,
luchó setenta y cinco rounds con Jake Kilrain
En el místico y pasado 1889,
Wilson con su puro entendimiento se había aliado.
Roosevelt lanzó un sonido chirriante.
Stanley encontró al viejo Emil y su séquito.
Robustos exploradores pisaron el Polo en vano.
Un loco soñó que podía volar.
Los nuevos ricos se bañaban en champán.
Van Bibber Davis en un salto singular
encontró sencillamente la gloria.
Johnstown se inundó y el mundo gritó
pero nada se oía de Louvain y de Lorena
ni de un millón de héroes de la libertad.
Y ahora…
Del este al oeste de la ciudad
se oye un solo grito:
El puente de Londres se ha caído
y…
John L. Sullivan ha puesto KO a Jake Kilrain.
La belleza de estos versos, como el esplendor en la hierba[1], nos evoca una época del noble arte que, sin dudarlo, sobrevivirá en el recuerdo[2]Aquel fue el último campeonato
mundial de pesos pesados bajo las reglas de boxeo de Londres. Pronto se impondrían las normas del Marqués de Queensberry y los guantes de cuero. La era del boxeo a puño limpio, el legendario bareknuckle, había concluido…
Tras lo anterior, habrían de transcurrir veinte largos años hasta que Errol Flynn viera la luz en la isla de Tasmania y otros treinta y tres para el estreno de Gentleman Jim donde el controvertido actor protagonizaría a James J. Corbett al hilo de la historia colosal de John L, Sullivan, encarnado por un Ward Bond en estado de gracia artístico.
Ciertamente, habían pasado más de cincuenta años del choque ciclópeo entre
Sullivan y Kilrain, pero la grandeza del momento pervivía en el consciente colectivo, más allá de la hermosa placa alzada en la lejana pradera esmeralda que, aún hoy, evoca aquellas escenas cuasi mitológicas.
Gentleman Jim, James J. Corbett, a quien Fernando Vadillo, el maestro de cronistas deportivas, calificaba de “Un boxeador sencillamente inolvidable” no solo sería el primer campeón del mundo de los pesos pesados con guantes de cuero, sino un modernizador del noble arte: el uso del jab, el manejo de la distancia, el juego de piernas, las esquivas… Sí, un boxeador sencillamente inolvidable. Vamos a verlo…
Mientras Sullivan había arrancado su vida laboral en una fontanería bajo la sombra hostil de un jefe acosador (y por ello con la mandíbula desencajada para el resto de su vida, obsequio de Sullivan), James J. Corbett ejerce de probo empleado en el banco de Nevada. Discretamente, al concluir su jornada laboral, se entrega a duros ejercicios gimnásticos, golpea el saco y ensaya frente al espejo movimientos de box
inéditos. Va a revolucionar el universo del pugilato aunque en esos momentos ni tan siquiera lo imagina.
Por su parte, el gran John recibe constantes homenajes en salones, teatros, estadios deportivos… ha entrado a formar parte de la simbología de los Estado Unidos, como los pozos de petróleo o los Saloom de un lejano oeste cada vez más crepuscular. Protagoniza “Corazones honrados y manos bondadosas” con notorias dotes interpretativas. Con la compañía teatral recorre Norteamérica, gasta más de lo que gana y en las salas de fiesta invita a whisky a la concurrencia. Quien fuera el mejor luchador es ahora, sin margen a la duda, el mejor bebedor.
Sin embargo, Corbett transita por las antípodas del viejo John. Huye de los excesos del alcohol, detesta las comidas insanas y jamás trasnocha. Aunque prosigue con su empleo vive por y para el boxeo.
Así, tras ganar el campeonato del club olímpico, vence s su durísimo paisano de San Francisco, Joe Choynski, un atleta curtido en cien combates y mil marrullerías. Ambos púgiles se enfrentan en una barcaza, en CarquinezStrait. Choynski, maestro en el barenuckle, ha “extraviado” los dos pares de guantes de cuero. A Corbett le importa poco el detalle y derrota al adversario tras superar golpes bajos, empujones, cabezazos y coscorrones en la nuca. Poco después noqueará a Jake Kilrain marcando el despegue de una carrera fulminante.
Desde hacía tiempo, en el horizonte del pugilato se recortaba la figura charolada, imponente, de Peter Jackson, negro, de Australia, rehuido por Sullivan, “yo no peleo con negros”. Pero a gentleman Jim le importa poco la epidermis de sus rivales, acepta el reto y se mide con temible australiano.
--Jim, he leído en la prensa que venciste al gran Peter…
--Si, fue un combate duro.
--¿Cuántos asaltos, dieciséis, no?
--Leíste mal, amigo, pon la cifra al revés… sesenta y uno.
Tras la victorias ante Kilrain y Peter Jackson, el púgil de San Francisco comienza a ser considerado “un buen boxeador”. Pero poco más. La admiración, la simpatía y el honor continúan inalterables en la balanza de Sullivan.
Por algún motivo turbio, Corbett no recibiría la bolsa de su combate con Peter Jackson. Sullivan había recalado en San Francisco en mitad de su tournée. De modo que alguien alumbró una idea estimable… ¿ por qué no enfrentamos a ambos boxeadores en una exhibición?, a fin de cuentas Sullivan convierte en oro lo que toca.
Al campeón de Boston comenzaron a chispearle los ojos cuando le ofrecieron más de cinco mil dólares. Aun así impuso condiciones: solo cuatro asaltos, simple exhibición, gruesos guantes de cuero… aquel 26 de junio de 1891, Sullivan protagonizó un estruendoso ridículo. Fuera de forma, lento y pesado, no pudo propinar ni un golpe a su rival joven, ágil y entusiasta. Puedo ganar a Sullivan cuando quiera, no es más que un comediante borracho-aseguraría Corbett a su manager Billy Delaney tras concluir la “exhibición”.
Tras la agónica exhibición, muchos partidarios del cíclope de Boston se pasan a las filas de Corbett. “Practica un boxeo nuevo, distinto”. “Sullivan es el pasado, Jim Corbett es el futuro”. “Nadie boxea como ese empleado del banco de Nevada, nadie”.
Captando la onda del negocio, el avispado empresario William a. Brady decide presentar a Corbett en Nueva York, exhibir a la estrella emergente por teatros y cabarets, por salas de fiesta y recintos deportivos. El público ha de exigir un combate con Sullivan y al viejo John le tiene que retumbar el clamor en las orejas, asegura.
¡Eureka! El orgullo de Sullivan y el empuje invencible de la afición ha cristalizado en un contrato para la pelea… El 10 de marzo de 1892 se firmarán las cláusulas. Ambos gladiadores se batirán el siete de septiembre de ese mismo año en el Olympic Club de Nueva Orleans. Con guantes de cuero, por supuesto. Cinco onzas de poder en el primer campeonato del
mundo de los pesos pesados con guantes. Adiós definitivo al añorado bareknuckle.
Habían transcurrido más de tres años desde el combate en la pradera de esmeralda ante Jake Kilrain. El puente de Londres se ha caído y John L. Sullivan ha puesto KO a Jake Kilrain… pero ahora se antoja imposible que el tenaz Muldoom pueda poner a punto otra vez a Sullivan. Inactivo en el pugilato desde entonces, encabezador de juergas y borracheras, comilonas y largas serenatas nocturnas. Su cintura, otrora de pedernal cimbreante, es ahora un llanta grasienta. Y sin embargo, supura confianza. Desprecia a Corbett, a ese jovenzuelo tendrán que confeccionarlo un gorro de doble tamaño para que le entre en la cabeza, proclama ante corros de aficionados orillados a su paso. Creía tan firmemente en su victoria que se limitó a suaves ejercicios. Sin duda iba a asistir a una sabia lección: no menospreciar al adversario y no descuidar el trabajo diario.
La noche de la velada, un Sullivan orondo de peso y autosatisfacción, se arrellanó en un coche de punto, abierto a los viandantes, Y tarareando una canción se dirigió al Olympic Club.
Aquel siete de septiembre de 1692, los aficionados agolpados en el afrancesado recinto de Nueva Orleans pronto advirtieron que John L. Sullivan estaba demasiado viejo y gordo para enfrentarse al fibroso y entusiasta Corbett.
Procedentes de todos los rincones, aficionados de múltiples pelajes, habían arribado a Nueva Orleans. Desde gomosos letrados con leontinas de oro y anillo de diamantes hasta estibadores resentidos, carteristas y alcahuetes de navaja y mirada torva. Pero el interés era tan intenso que el Olympic Club entreveró masas de biotipos humanos casi imposibles de juntar.
Y Corbett despliega un juego de piernas desconocido por los amantes del viejo boxeo a puño desnudo. Antepone los rápidos jabs y directos a los golpes curvos descabezadores de Sullivan. El campeón lanza furiosos ganchos, pero no puede atrapar a una sombra. Sin embargo, Corbett no menospreciaba la potencia desatada de Sullivan y no cayó en
la trampa del intercambio de golpes. Picando con jabs veloces y doblando con directos fue arrastrando a Sullivan al agotamiento. Los mejores golpes del viejo luchador se perdían en el vacío. Quizá la fuerza de esos upercuts, ganchos y crochets en el aire hicieran descender la temperatura de Nueva Orleans, pero a Corbett ni le rozaron.
En el asalto veintiuno, Sullivan cayó, exhausto, perlado de sudor y magulladuras. Un silencio sobrecogió el Olympic Club. Solo se escuchaba el conteo del árbitro, John Duffy… one, two, thre, four… , retumbando sobre una masa tan heterogénea como perpleja.
Sullivan habría de levantarse y aceptar de buen grado la derrota, lección de deportividad, por supuesto. Tomó el altavoz y se dirigió al público: Ya he luchado bastante. Pero me siento feliz de que me haya vencido un americano y de que el título siga perteneciendo a mi patria.
Resulta difícil, quizá imposible, abarcar el alcance de la derrota de John L. Sullivan. Superando la dimensión del tiempo, viajando años atrás, quizá, solo quizá, podría entenderse el sentimiento de la generación que vio emerger y, ¡ay! caer al muchacho fuerte de Boston.
Sullivan se había incrustado en los pliegues emocionales de sus coetáneos. Encarnaba el espíritu de los pioneros, del farwesty la conquista del oeste… Había llegado a convertirse en un verdadero héroe, un símbolo de la gloria nacional, una manifestación de la grandeza de América.
Y aquella noche de Nueva Orleans todo aquello parecía haber sido reducido a añicos. Se corría el telón definitivo a la época de los burekuckles, nacía la era del boxeo científico… moría la era de los hombres duros del “Saloom” y la frontera, nacía otra época con la incertidumbre de lo nuevo caminando sobre el ataúd de lo antiguo.
Nobleza obliga…
Desde hacía un tiempo, Corbett arrastraba seguidores a su esquina. Además, el ya campeón acumulaba un nutrido séquito nacido al calor de sus representaciones teatrales, amistades y, ¡ efectivamente! de la ola voluble arrimada siempre al lado del campeón… ¡cómo olvidar la noche Kingston cuando el campeón Joe Frazier, también con exceso de adiposidad y confianza llegaba al estadio acompañado del sin par Don King… y cómo el mismo promotor de los pelos de punta salió del estadio con el nuevo campeón, George Foreman!
No es difícil imaginar, por tanto, la fiesta formidable donde fue agasajado James J. Corbett… risas, abrazos, apretones de manos, “ya lo decía yo”, “eres el campeón”, felicitaciones…
--Campeón, recuerdas cuando ese Sullivan dijo que te abollaría la cabeza y necesitarías un sombrero del doble de tamaño para encajarlo en la cabeza.
Un estallido de risas siguió a la pregunta.
--Sí, sí, lo recuerdo, iba repitiéndolo por todas partes…
--Pues, toma, campeón, a ver si te gusta este regalo.
El invitado entregó a Corbett una abultada caja. Tras desatar un presuntuoso lazo envolvente, quedó a la vista de todos un sombrero idóneo para cubrir la cabeza de un elefante. De nuevo se desató una tormenta de carcajadas. Corbett se giró y encarando un gran espejo comenzó a probarse aquella pieza mastodóntica. La cabeza del nuevo campeón se perdía en aquel agujero carnavalesco. Reía con ganas.
De súbito, el rostro de Corbett se demudó, descolgó la sonrisa y bajó el sombrero mirando fijamente al espejo. Los invitados fueron enmudeciendo a medida que un nuevo invitado avanzaba. El resto giró la cabeza y también dejó de reír…. La figura venerada de John L. Sullivan caminaba hacia Corbett. Aquel tifón de risas dio paso a un silencio espeso…
--Hola, James.
--Hola, John, ¿cómo estás?
--No estoy mal, aunque—sonrió--seguramente no tan bien como tú.
A continuación ambos boxeadores, de rigurosa etiqueta, intercambiaron unas cuantas palabras ya inaudibles para el resto, si bien de indudable afecto a juzgar por los gestos. Tras ello, John L. Sullivan extrajo algo de su bolsillo, cuidadosamente envuelto en terciopelo. Desenvolvió el objeto y bajo las luminosas lámparas de roca, todos pudieron contemplar el fulgor del cinturón de campeón del mundo de los pesos pesados.
Acto seguido, John L. Sullivan, con ojos llorosos, besó el cinturón y se lo extendió a Corbett.
--Tómalo, Jim, es tuyo. Lo has ganado limpiamente y ahora debes tenerlo tú.
Corbett intentó contestar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. John extendió ahora la mano y, tras estrechar la del nuevo campeón, ambos se fundieron en un abrazo. Tras separarse, los dos púgiles intercambiaron una leve cabezada de respeto.
En mitad de la multitud silenciosa que, anonadada de respeto le abría paso, Sullivan, envuelto en un halo invisible de gran dignidad, se dirigió a la salida.
Más noticias: