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Un grupo de hombres vestidos de manera formal se encuentra en una habitación oscura, uno sostiene una balanza, otro un reloj, mientras un hombre en el centro lleva una banda roja y parece cansado, al fondo hay un retrato de Karl Marx y varios papeles y objetos sobre el suelo
OPINIÓN

La faja torcida de Ábalos

Por José Rivela Rivela, el cronista apartado

Nadie sabría decir en qué momento exacto el socialismo español dejó de ser una idea para convertirse en un decorado. Fue, quizá, cuando un ministro llamado Ábalos se bajó de un avión en Barajas y el aire olía más a agencia de viajes que a política. Aquella madrugada memorable —media España durmiendo, la otra media mirando Twitter— inauguró una nueva categoría moral: el socialista de aeropuerto, criatura de pasillo VIP que confunde el poder con el duty free y la ideología con el perfume.

José Luis Ábalos, ministro de casi todo lo que se mueve —fomento, transportes, agendas y hasta las maletas ajenas—, ha terminado siendo el símbolo perfecto de una izquierda fatigada, adiposa, sentimentalmente jubilada. Un socialismo que ya no sabe cantar La Internacional sin pedir primero una copa de Rioja alta y asegurarse de que la prensa esté mirando.

Dicen que el caso Koldo es una mancha, pero el verdadero escándalo es el tono. La estética del cansancio, del que cobra dietas por moverse poco, del que confunde el verbo servir con el verbo servirse. España lleva demasiado tiempo gobernada por camaradas que viven en un perpetuo afterwork ideológico: ministros que confunden los comités con los cócteles y los manifiestos con los menús del día.

Ábalos era, en el fondo, un funcionario del desencanto. Un hombre que creyó que la lealtad se podía medir en kilómetros de AVE y la moral en boletines oficiales. Le gustaba posar con gesto de ferroviario épico, pero en el fondo representaba a esa generación de socialistas que nunca ha sabido qué hacer con el poder cuando lo tiene entre las manos, salvo repartirlo entre amigos.

El socialismo, que empezó siendo una épica del obrero, ha terminado como un club de funcionarios con nostalgia de barricada. De la fábrica al Falcon: ése ha sido su trayecto espiritual. Lo que Marx escribió con fuego, el PSOE lo reescribe con justificantes de dietas y subvenciones cruzadas.

En los viejos tiempos, los ministros eran severos y hasta un poco trágicos: se les veía la conciencia por debajo del chaleco. Hoy se les ve el WhatsApp, y la conciencia, si existe, llega en PDF.

Ábalos no es una excepción: es la norma. El socialismo moderno produce ministros como las máquinas expendedoras producen café —tibio, caro y sin poso—. Lo trágico no es que haya caído, sino que siga cayendo el país con él, mientras los nuevos camaradas, con sonrisa de powerpoint, prometen un mañana mejor, pero siempre a partir del lunes.

Y cuando por fin la UCO despliega sobre la mesa los contratos, los correos, las mordidas y los números, llega el turno solemne del juez.
Ese juez que mira las pruebas como quien contempla un cuadro demasiado valioso para tocarlo.
Que sospecha, pero no se atreve; que dictamina con guante blanco y deja la celda vacía “por prudencia”.
Prudencia: esa palabra que en España se usa para no molestar al poderoso.
Así, el juez no lo mete en la cárcel, no porque falten pruebas, sino porque sobran precedentes: demasiados ministros, demasiadas vergüenzas, demasiado cansancio.

España, que ya tuvo santos, toreros y poetas, tiene ahora comisiones de investigación.
No hay redentor posible cuando la fe se mide en contratos y el credo se firma con pliego técnico.
Ábalos pasará, como pasaron tantos, pero el socialismo sentimental seguirá en su despacho de moqueta y promesa, vendiendo esperanza por catálogo.
Porque si algo ha sabido hacer la izquierda española —con o sin Koldo, con o sin juez— es convertir la culpa en patrimonio y la decadencia en marca registrada.

Y mientras tanto, el país, que envejece entre facturas y slogans, sigue esperando a que alguien le devuelva el sentido del trabajo bien hecho.
Pero el último obrero que creyó en el socialismo murió esperando un tren que nunca pasó.

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