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Varios barcos de vela antiguos combaten en una batalla naval con humo y cañones disparando bajo un cielo parcialmente nublado.
OPINIÓN

21 de octubre de 1805: Trafalgar, el valor español frente a la derrota

La opinión de Javier García Isac de hoy, lunes 20 de octubre de 2025

El 21 de octubre de 1805, frente a las costas de Cádiz, se libró una de las batallas navales más recordadas de la historia: Trafalgar. Una jornada en la que la marina española, aliada de la francesa por los caprichos de la política internacional, se enfrentó a la flota británica comandada por el célebre almirante Nelson. Aquella batalla marcó el fin de la hegemonía naval española, pero también dejó grabado para siempre el nombre de héroes como Gravina, Churruca o Alcalá Galiano, que murieron como viven los grandes: de pie, combatiendo, con honor y con el deber cumplido.

Muchos historiadores británicos han tratado de presentar Trafalgar como una de las grandes glorias de Inglaterra. Pero la verdad es que, si bien España perdió la batalla, los marinos españoles ganaron el respeto eterno del enemigo y el orgullo de la historia. Porque mientras Nelson se convirtió en mito por caer en combate, los españoles lucharon con inferioridad de medios, con una alianza impuesta y con una traición de fondo: la de un sistema político que había subordinado el interés nacional a los juegos de poder entre Napoleón y Londres.

A principios del siglo XIX, España ya no era la potencia que dominaba los mares. Habíamos pasado de ser la primera nación global del planeta a convertirnos en escenario y moneda de cambio entre potencias extranjeras. Los Borbones habían dilapidado el legado de los Austrias; el espíritu del Siglo de Oro había sido sustituido por el complejo, la indecisión y la dependencia. Pero incluso en ese contexto, cuando el país era utilizado como tablero por franceses y británicos, el pueblo español y sus marinos demostraron estar por encima de sus dirigentes.

Trafalgar fue mucho más que una derrota militar: fue una lección moral. Mientras los oficiales franceses pensaban en estrategias y los británicos en su gloria imperial, los marinos españoles pensaban en su deber. Sabían que iban a una batalla desigual, que las órdenes eran confusas y que el mando francés actuaba con soberbia. Y aun así, no retrocedieron ni un metro. Cuando el Santísima Trinidad, orgullo de la Armada española, fue rodeado por varios navíos enemigos, sus hombres siguieron combatiendo hasta el último cañón. Y cuando Churruca, a bordo del San Juan Nepomuceno, recibió un balazo que le destrozó la pierna, ordenó que le ataran al mástil para morir sin abandonar su puesto. Ese es el ejemplo del que España debería sentirse orgullosa: el de quienes dieron su vida sin esperar recompensa, sabiendo que luchaban por una patria que les había olvidado.

Mientras Inglaterra erigía monumentos a Nelson y escribía su relato victorioso, España abandonó a sus héroes. Ninguna estatua, ninguna gratitud, ningún reconocimiento digno de lo que representaron. Así somos: grandes en el sacrificio, modestos en el triunfo y demasiado generosos en el olvido. Trafalgar fue también la confirmación de la leyenda negra: la historia escrita por los enemigos de España, difundida por la propaganda inglesa y asumida, lamentablemente, por muchos españoles acomplejados.

Sin embargo, la verdad está ahí, por encima de los mitos: los marinos españoles fueron los que más resistencia ofrecieron, los que mantuvieron el fuego más tiempo, los que se negaron a rendirse incluso cuando la derrota era inevitable. Fueron ellos quienes salvaron el honor de una nación que había sido traicionada por sus reyes y manipulada por sus aliados. Francia nos arrastró a una guerra que no era nuestra, y la incompetencia de los mandos extranjeros condenó a miles de hombres al sacrificio inútil. Pero los españoles, fieles a sí mismos, convirtieron la derrota en una gesta de valor.

El siglo XIX convirtió a España en un campo de operaciones para potencias extranjeras, pero también en el escenario donde el carácter español se reafirmó una y otra vez: en Trafalgar, en Bailén, en la Guerra de la Independencia. Siempre solos, siempre abandonados, siempre con un Estado débil y dirigentes indignos, pero con un pueblo que nunca se rindió.

Hoy, cuando España vuelve a ser utilizada como moneda de cambio en los despachos de Bruselas, cuando se diluye nuestra soberanía en manos de burócratas y políticos sin honor, conviene recordar Trafalgar. Porque en aquellos marinos que murieron frente al enemigo había más dignidad y más patriotismo que en todos los ministros y diplomáticos que hoy negocian nuestra sumisión.

España ha sido muchas veces derrotada en los campos de batalla, pero jamás vencida moralmente. Trafalgar no fue el fin de nuestra grandeza, fue el testimonio de lo que somos: una nación que incluso en la adversidad conserva el honor intacto. Churruca y Gravina, con su sacrificio, nos dejaron una lección que hoy deberíamos recuperar: la derrota no es caer, es rendirse. Y España, aunque la quieran dividir y humillar, nunca se rendirá.

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