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Portada de un libro titulado El presidente y la sombra de José Rivela con la imagen de un hombre serio en traje y la sombra de una figura con sombrero en la pared detrás de él
OPINIÓN

Capítulo I. Las gafas del mentiroso

José Rivela, el cronista apartado

La lluvia de finales de octubre tiene la mala costumbre de dejarlo todo en evidencia. Gotea por las cornisas de Madrid como si quisiera limpiar la vergüenza de los tejados. En el edificio del Senado, el mármol huele a miedo, y el eco de los zapatos resuena como si cada paso pudiera romper la cuerda floja de un Gobierno.
Yo había llegado temprano, con la gabardina pegada al cuerpo y la libreta en el bolsillo interior, donde guardo mis últimas certezas. A esas horas, los asesores cruzaban los pasillos con auriculares en las orejas y cafés de máquina. Mil consultores para maquillar un cadáver que aún respira.

Pedro Sánchez entró por la puerta principal con la serenidad de un actor que conoce su marca en el suelo. Su sonrisa, de laboratorio. Sus manos, de mimo entrenado. Y en el rostro, las famosas gafas Dior que ya habían ganado más titulares que cualquier pregunta.
Lo observé desde el palco de prensa. Tenía la piel tensa y los ojos algo hundidos. El tipo que nunca necesitó ayuda para mirarse al espejo.
—Son de lectura —dijo un ayudante a mi lado—.
Pero el presidente no leía. Fingía hacerlo, y cuando creía que nadie lo miraba, se quitaba las gafas y sonreía, como quien deja caer una máscara transparente.

Delante de él, los senadores del PP y de Vox se removían en sus sillas. Uno de Vox, nervioso, golpeaba el bolígrafo contra la mesa como si fuera un martillo. El del PP, con gesto de contable cansado, se inclinaba hacia el micrófono sin saber muy bien si preguntar o confesar.
—¿Conocía usted las actividades de su entorno? —preguntó el del PP.
—Que yo sepa, no —respondió Sánchez con voz mansa.
—¿Ni del señor Ábalos?
—Que yo sepa, tampoco.
—¿Ni del señor Koldo García Izaguirre?
—No me consta.
La misma frase, el mismo tono. Una letanía. Cada “no me consta” sonaba como el clic de una pistola descargada.

Retrato en blanco y negro de un hombre con gafas oscuras en primer plano y una mujer trabajando en un laboratorio al fondo junto a una ventana

Yo pensaba en Úrsula von der Leyen, tan lejos de todo esto, y sin embargo presente como un retrato colgado en un despacho caro. La recordé junto a su marido químico, en los laboratorios Pfizer, sonriendo con ese aire de pureza que solo da el poder cuando huele a desinfectante. Si alguna vez miró hacia España, debió de hacerlo con la misma compasión con la que se observa un experimento que se desborda.
Y pensé también en otra Úrsula, la osa del monte Igueldo, que no aceptaba patatas sobrantes. Tenía más decencia en la mirada que muchos de los que hoy presidían comisiones.

La sesión siguió su curso, larga y triste como una misa sin fe. Cada senador lanzaba una pregunta esperando encontrar la grieta. Pero Pedro Sánchez parecía hecho de cemento frío. Sonreía, negaba, ironizaba.
En una pausa, el cronista —yo— bajó al bar del Senado. Allí, entre vasos de agua y prensa doblada, un inspector retirado observaba la televisión.
—No se le va a atrapar por lo que dice —murmuró—. Se le atrapará por lo que olvida.
—¿Usted cree que olvida?
—Nadie olvida así. Ese tipo recuerda hasta el color de los sobres.
El inspector se levantó, dejó unas monedas y desapareció como si el caso no fuera suyo, sino de todos.

Esa noche, al salir, la lluvia volvía a caer con un rumor metálico. Madrid olía a café rancio y a miedo. Pensé en lo que había visto: un político con gafas sin graduar y memoria sin contenido; un país entero jugando al “no me consta”.
Y anoté en mi libreta: El problema no es la corrupción. Es el estilo con que la defienden.

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