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Una calle urbana con edificios antiguos y tiendas en las plantas bajas, personas caminando y un autobús en la esquina.
OPINIÓN

8 de marzo de 1971: El combate más grande que vieron los siglos

Por Gustavo Vidal

Cuatro de la madrugada. El frío de Filadelfia muerde hasta la médula de los huesos. Ha llovido. Los charcos reflejan la luz lechosa de una larga fila de farolas displicentes.

 Frente a uno de aquellos focos, Joe Frazier y su equipo se detienen. Solo se escuchan resuellos y el lamento lejano de un camión de basura al final de Benjamin Franklin Parkway[1]

 Un sparring tose y el posterior salivazo  semeja al timbal impreciso de una orquesta desafinada. La sombra de Joe y su equipo se proyecta en el muro de enfrente donde ha florecido el musgo de los grafitis… ¿Cómo quedaría aquí la sombra del big mouth?[2]… apenas le llego al hombro, nadie le ha derrotado en su carrera profesional, sus brazos son mucho más largos que los míos, su jab es cortante como una navaja de barbero y su derecha dicen que pesa, ¡vaya sí pesa…qué se lo digan a Liston, Cooper, Milderberger, Cleveland Williams…!

 Bueno, por lo menos Alí desconoce mi ceguera en el ojo…, además, ignora mis problemas diabéticos y renales. Sí, voy a enfrentarme a un campeón imbatido, hambriento de victoria, más alto, con más envergadura y sin problemas de salud, y bien… ¿any problem, man?[3]

Si en algo estaban de acuerdo los críticos deportivos era en la naturaleza de Joe Frazier…, un tanque T34, aceitado y operativo, una máquina de guerra en avance implacable hasta las líneas enemigas. Su gancho de izquierda era eso, ciertamente, un tanque arrollando la infantería del enemigo. Masacrando, dañando, golpeando, castigando y todos los malditos gerundios de dolor que se nos ocurran para arrastrar a los rivales hasta el precipicio de la muerte…” Pelear con Joe es lo más cercano a la muerte que he podido estar”, confesaría Muhammad Ali años más tarde.

 Pero ambos no se enfrentarían por primera vez hasta un cada vez más lejano ocho de marzo de 1.971, abriendo a latigazos una de las trilogías más estremecedoras de la historia del boxeo. Invicto como Alí, tras 26 peleas ganadas, 23 antes del límite.  ¿Cómo pudiste hacer todos esos combates ciego de un ojo, Joe?... Bueno, eran peleas que duraban poco—replicaba con ironía Frazier.

 Frazier nunca era tan feliz como cuando su corazón y el del rival trazaban una línea imaginaria. Dejad que lluevan las balas, que su corazón aguantará allí hasta el final; tarde o temprano, todos los demás caerán en la refriega, aventuraba Norman Mailer.

Y es que Frazier se ha criado en Beaufort, Carolina del Sur, en “las malas tierras”. Llanuras sin fin, pedregosas, de mucho sudor y exigua cosecha. Ha cargado sacos sobre su espalda antes de aprender a garrapatear cuatro letras en los escasos, casi anecdóticos, días de escuela.

 Ha recorrido las 700 millas de carretera entre Beaudort y Filadelfia.

Ha buscado empleo en las calles de la ciudad del amor fraternal, tal vez bajo la silueta invisible de los padres fundadores de la nación, tal vez, sin saberlo, contribuyendo a emular los pioneros que recorrieron caminos en busca de una vida mejor, del sueño que huye de la miseria, ¡¡¡ damn !!![1]y finalmente ha acudido a la oferta de empleo del matadero de la ciudad… pero, con estos antecedentes ¿de dónde emerge esa fe inquebrantable en sus propias posibilidades?   Aunque resulte paradójico, la respuesta al interrogante se revuelve y crece en el útero de la propia pregunta.

Puede ser que fuera martes, puede que también fuera trece, glosaba en juglar urbano Joaquín Sabina[2]en su canción Pacto de Caballeros para referirse a un especial encuentro que le motivó aquella composición, y, sí, tal vez, fue martes, incluso trece[3]cuando un joven errático de trabajo extenuante y bolsillos vacíos  se adentró en la calle 23 hasta toparse, ¿martes?, ¿trece?, con el gimnasio de la Liga de la Policía…

  A ver si le sacas humo al saco, chico.  Había acudido al gimnasio para perder peso y, además, en aquel lugar pendían unos excelentes sacos de cuero, sin las durezas del rudimentario made in Frazier. Costales que resonaban secos, sujetos a gruesas cadenas abrazadas a las columnas que algún día sustentaron un falso techo.  A ver si le sacas humo al saco, chico, repitió Jack Durham, veterano trainer, ojeador de talentos que había adiestrado en el noble arte a docenas de púgiles…

  Pocos minutos más tarde, el jefe de policía de Filadelfia resoplaba… ¡¡¡ diablos, este chico será campeón del mundo, me atrevo a profetizarlo, sí, lo será…vaya si ha sacado humo del saco… es una bestia!!! Menos expresivo, pero con la misma seguridad incrustada en sus meninges, Durham dotó a Frazier de toalla, taquilla y lugar en el gimnasio. Efectivamente, sí, el chico echa humo cuando golpea—remachó Durham.

 Si Frazier conservó la toalla y las llaves de la taquilla es algo que ignoramos, pero sabemos con certeza escolástica que su apodo jamás le abandonaría… Smokin Joe Frazier.

  Pese al Nilo literario de su creatividad fecunda, Rudyard Kipling nunca pudo imaginar las veces que el mundo repetiría todos o algunos de los versos de su If inmortal. Si puedes tener fe en ti mismo cuando …

Y si chapoteamos en el remolino de alcohol, tabaco y alboradas de máquina de escribir y delirium tremens de Raymond Carver[1]  para leer: “…les habló de la soledad, de la sensación de duda y de la limitación que le había sobrevenido en sus años maduros…”.[2]

¡¡¡ Y yo pensando que mi trabajo era duro…!!!

  No solo era La voz, sino un sentido aficionado a la fotografía. Juerguista, mujeriego y buen bebedor. Sin embargo, Frank Sinatra no tenía entrada para ver la pelea. Y aquel ocho de marzo de 1971 quien no se encontrara en el Madison Square Garden no era nadie. Al menos dentro del mundo del espectáculo o la política… Woody Allen, Miles Davis, Diane Keaton, Hugh Hefner, Barbie Benton, Bob Dylan… docenas de celebridades habían pagado, y a buen precio, el privilegio de contemplar en vivo una guerra entre dos colosos imbatidos. Pero el hombre de los ojos azules y la voz de mermelada, no.

 Bien, aquí no vale rendirse, sino puedo entrar como espectador, acudiré como empleado. En conversaciones con el director de la revista LIFE acordaría realizar un buen reportaje fotográfico a cambio de una perspectiva ringside… a fin de cuentas, la revista también había contratado a Norman Mailer, un literato del olimpo, para narrar el evento deportivo, ¿deportivo?, digamos histórico. Ni las fotos del perseverante Franki pasarán a los anales ni tampoco los comentarios de Burt Lancaster, reconvertido por una noche mágica a la narración de eventos. Burt, sí, Burt tampoco había conseguido ticket, pero como tantos, aquella noche no podía estar en otro lugar que en Madison Square Garden de Nueva York. Curiosamente, Sinatra sería el tercer hombre más fotografiado de la velada. Aunque la foto de portada de LIFE no arrancaría salvas de aplausos, sí fue celebrada su exclamación: Good God, y yo que pensaba que mi trabajo era duro… la expresión robada de un Sinatra, con la cámara apoyada en su barbilla y los ojos como santo a punto de levitar corroboró, más aún, la dureza de la batalla…

La noche de la velada, momentos antes de desatarse las hostilidades, Frazier lucía un calzón verde; Ali, rojo terciopelo. Ali bailaba sobre la lona, un corretear al punto infantil, al punto de crueldad emboscada, como el niño malo que va a atar un bote a la cola de un perro, como el infante presto a arrojar una piedra a la cristalera del vecino antes de emprender veloz huida. Frazier, impertérrito, se abismaba en una concentración ora mística, ora guerrera, como un templario trasladado por el rugido del medievo desde una Jerusalén en tensión hasta el neoyorquino Madison Square Garden de exaltada negritud embravecida. Cuando el árbitro impartió las instrucciones a los púgiles en el centro del ring y sonó la campana, dos fallas tectónicas de ciega confianza iban a provocar un terremoto que contemplarían trescientos millones de seres en el mundo, al calor de viejas televisiones en blanco y negro, familias arracimadas frente a pantallas de escasa definición pero con el ardor desbordado de asistir a una fantasía muy real…

Joe es capaz de dejarse matar antes de darse por vencido rememora Muhammad Ali en su autobiografía El más grande. Bueno, tal vez no haya que llevar las cosas tan lejos en la vida…o quizá sí, depende del reto Dulce et decorum est pro patria mori[1].  Por la libertad y la honra se puede y se debe aventurar la vida refiere Don Quijote[1]y, quién lo duda!, Joe y Ali se jugaban la honra en aquella guerra. Ambos.

Un campeón es alguien que se levanta cuando no puede

 Aunque ha transcurrido una vida, la retina de millones de personas aún retiene el momento…

 Joe acorta las distancias. Quiero bailar en círculo, lanzarle unos jabs, y luego un directo de derecha. Veo una apertura en su guardia. Avanzo. Entonces veo que Joe se agacha. Se agacha y se yergue, lanzando su izquierda que sube casi desde el suelo. Creo que puedo esquivar el golpe echándome hacia atrás. Pero Joe lo ha calculado al milímetro. El golpe explota contra mi cabeza, y no recuerdo el momento de caer. Solo recuerdo encontrarme en el suelo. En el suelo, con la vista alzada, oyendo la cuenta del árbitro, y sabiendo que no debo estar en el suelo. Me levanto…[2].

Estoy en pie en mi rincón, esperando la decisión, y me duelen todos los huesos. Parece que me hayan molido a golpes las caderas, con palos de jugar al béisbol… ¡Por unanimidad, vencedor del combate e indiscutido campeón del mundo de los pesos pesados…Joe Frazier! … Es la primera vez en mi vida de boxeador profesional en que tengo que reconocer que un contrincante me ha vencido… Joe sangra por los cortes… dice: Aquí no se arrastra nadie… aquí no se arrastra nadie[3]

Si alguien esperaba la humillación a colmillo afilado del rival, busque fuera del boxeo. Muhammad Ali había prometido arrastrarse por el ring

si perdía. Frazier, testigo de la promesa, quiere evitar que su adversario apure el cáliz hasta las heces.

 Humildad, Ali, humildad, otrora niñato de Lousville, Cassius Marcellus Clay, arrogante en la estratosfera de la presunción, soy joven, soy rápido, soy guapo y es imposible vencerme, hasta merecer el título del ego más grande de Norteamérica, desciende las escalerillas derrotado. La cabeza gacha, las miradas siempre punzantes en la espalda del derrotado.  Su vencedor, mucho más bajo, con problemas ocultos de salud y ciego de un ojo ha impartido una lección de coraje. No resulta preciso reiterarlo. De las botas de goma inundadas de sangre vacuna hasta la toalla impregnada por su propia sangre, la de quien puede y debe aventurar la vida, Don Quijote, el caballero de la Blanca Luna, la historia al revés, el idealismo de quien se enfrenta a gigantes de verdad[1], sin pensar que son molinos, si no, eso, simplemente gigantes…any problema, man?

Insultado, burlado, zaherido, asaeteado en la picota de los Tío Tom no Tío Tom, Joe Smokin Frazier ha eludido infligir humillación. Aquí no se arrastra nadie. Fe en las posibilidades. Aunque Goliat se yerga frente a nosotros, disponemos de nuestra honda y nuestro morral con piedras. Por primera vez, debo admitir que he sido vencido musita el Apolo alquitranado de Kentucky. Bien, siempre reconocer la victoria del rival fue bueno. Por doble motivo. Por humildad y para confirmar que las derrotas son huérfanas, Oh, sí, las victorias tienen cien padres, las derrotas nacen huérfanas … ¿Quién diablos afirmó esto?  ¿Napoleón tal vez? ¿y cómo atribuir al genio castrense el aserto sin sospechar que lo copió de algún sabio de la antigüedad?  ¿Acaso no paseó sus reales por Egipto? Vaya, ¡difícil confiar en la originalidad de frases cultas a quien llegó a tener en su puño el extinto emporio de una cultura milenaria!  Además, ¿a quién puede importarle el copyright de la frase cuando lo trascendental es el saber anidado?

  Ver a un hombre golpeado no por un oponente mejor, sino por sí mismo, es una tragedia enseñaba el recordado Cus D´amato[2]. Y bien, no es el caso. Tanto Ali como Frazier han intercambiado golpes que derrumbarían tapias y tabiques, pero no han acabado maltrechos por su mal hacer, sino por la pugna, la batalla, la gloria…  y de esta y otras historias similares hablaremos otro día, con la ayuda de Dios. Bendiciones.

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