
16 de noviembre de 1938: el Ebro, la batalla que decidió el destino de España
La batalla del Ebro no fue solo un enfrentamiento militar, fue el choque de dos concepciones del mundo
El 16 de noviembre de 1938 concluía la Batalla del Ebro, la más larga, sangrienta y decisiva de toda la Guerra Civil española. Durante casi cuatro meses, desde julio hasta ese día de noviembre, las aguas del Ebro fueron testigo del sacrificio, la entrega y el valor de miles de españoles que combatieron, convencidos de que en sus manos estaba el futuro de la Patria.
Fue la batalla que selló el destino del conflicto y que marcó, sin lugar a dudas, el inicio del fin para el Frente Popular.
El Ejército Popular de la República, alentado por asesores soviéticos y sostenido por las últimas reservas humanas de la zona roja, cruzó el río con un objetivo claro: frenar el avance nacional y demostrar que aún podían resistir. Pero lo que se convirtió en un gesto desesperado acabó en una auténtica catástrofe militar. Las cifras son elocuentes: más de 10.000 muertos, 20.000 prisioneros y decenas de miles de heridos y desaparecidos. Aquel esfuerzo titánico, teñido de sangre y de propaganda, fue el canto del cisne del Frente Popular.
Enfrente, el Ejército Nacional, bajo la dirección del Generalísimo Francisco Franco, demostró su capacidad de organización, su visión estratégica y su firme decisión de no dejar escapar la victoria. Franco supo esperar, contener, reforzar sus líneas y, cuando el enemigo se desgastó, lanzar la contraofensiva definitiva. El Ebro se convirtió en una tumba para el ejército rojo, y en un símbolo de la victoria para quienes luchaban por una España unida, cristiana y libre del caos revolucionario.
La batalla del Ebro no fue solo un enfrentamiento militar: fue el choque de dos concepciones del mundo. De un lado, quienes querían disolver España en la anarquía, el comunismo y el odio de clases; del otro, quienes creían en la unidad nacional, en el orden y en la fe.
Por eso, aunque en ambos bandos hubo hombres de valor —españoles sinceros que murieron por lo que creían justo—, solo uno tenía la razón histórica: aquel que defendía la continuidad de España como nación y que supo darle a nuestro país la paz y la prosperidad de la que disfrutamos durante décadas.
El Ebro fue, en cierto modo, el preludio de la victoria nacional. Tras aquella derrota, el Frente Popular nunca volvería a levantarse con fuerza. Cataluña caería poco después, y el camino hacia la victoria definitiva, el 1 de abril de 1939, quedaba expedito. Fue la última gran ofensiva roja, y el principio del fin del drama que había desgarrado a la nación.
Hoy, casi un siglo después, conviene recordar sin odio pero con verdad. Recordar que en el Ebro se decidió el destino de España; que allí se sacrificaron miles de jóvenes, muchos de ellos engañados por la propaganda marxista, y otros convencidos de que luchaban por salvar la civilización occidental. Todos ellos fueron españoles, y todos merecen respeto. Pero solo un bando —el nacional— tenía la razón de su parte: la razón de la historia, la razón de la patria, la razón de la España que sobrevivió.
La paz que llegó tras la victoria nacional no fue una casualidad. Fue el fruto del sacrificio de aquellos que lucharon para que no desapareciéramos como nación.
Gracias a ellos, España vivió décadas de estabilidad, de progreso económico y de unidad, rotas solo cuando los mismos que la destruyeron en 1936 han vuelto a reescribir la historia y a dividir a los españoles.
El 16 de noviembre de 1938, el río Ebro dejó de ser un frente de guerra para volver a ser un cauce de vida. Pero su memoria sigue ahí, recordándonos que la libertad y la paz no se heredan: se conquistan.
Y que en esa lucha, como entonces, solo hay un bando que defiende a España.
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