
Ramón Pérez Maura, el testigo que no claudica
Por José Rivela Rivela, el cronista apartado
Hay periodistas que pasan por los días como por un vestíbulo ajeno, sin dejar huella ni sombra; y hay otros que parecen caminar con la memoria encendida, como si cada titular fuera una antorcha en la noche del siglo. Ramón Pérez-Maura pertenece a estos últimos: los que no escriben para adornar el periódico, sino para sostenerlo.
Su biografía podría ser el mapa de un oficio que aún cree en la palabra. De Santander al Cairo, de la guerra del Golfo a las redacciones donde el mundo se traduce al idioma de la urgencia, Pérez-Maura ha ejercido el periodismo como una forma de testimonio. No el testimonio ingenuo del que cuenta lo que ve, sino el moral del que comprende que mirar implica también responder. En cada crónica suya hay algo de aquel viajero que anota los temblores del planeta sabiendo que el temblor más profundo es el del hombre.
En una época de columnas instantáneas y opiniones precocinadas, él se obstinó en pensar. No es poco. Hay en su escritura un raro equilibrio entre la precisión del dato y la respiración del juicio, entre la palabra medida y la herida de la verdad. Su voz —seca, limpia, a veces cortante como una navaja de Camba; otras grave, meditativa, a lo Alarcón— no busca el adorno sino el alcance. Dice lo que cree, aunque el eco le deje solo.
Treinta y un años en ABC bastarían para cansar a cualquiera, pero en su caso sirvieron para afinar la conciencia. Fue corresponsal en tierras difíciles, jefe de Internacional, adjunto al director, y, sobre todo, testigo del tránsito entre un periodismo de imprenta y otro de pantalla. En ambos dejó la misma huella: la del hombre que no abdica de su criterio. Cuando se marchó del diario que amaba, lo hizo con la elegancia de quien se despide de una casa que ya no reconoce, pero sin renunciar a su apellido profesional. Esa coherencia, que otros llaman orgullo, es la forma más alta de la fidelidad.
Después llegó El Debate, y con él una segunda respiración: el periodista que vuelve a escribir con libertad de espíritu, el articulista que vuelve a mirar el mundo con la experiencia de quien ha visto demasiados espejismos y aún cree en la luz. Su libro Memorias de un periodista no es un ajuste de cuentas, sino una vindicación del oficio: un elogio de la palabra bien usada, del riesgo bien asumido, de la duda que no se vende.
Ramón Pérez-Maura pertenece a esa estirpe rara de periodistas que leen antes de escribir, que piensan antes de juzgar y que saben que la noticia no es sólo un hecho sino una forma del alma. Su paso por los conflictos del Oriente Medio, su mirada sobre Europa, su comprensión de la Iglesia y de la política española, lo convierten en algo más que un cronista: un intérprete del tiempo.
Y, sin embargo, no se le adhiere el polvo del académico ni el cinismo del veterano. En su tono hay una juventud moral, un hambre de justicia que recuerda —por momentos— a los poetas que escriben con el corazón en el filo: un poco de Rimbaud en el ritmo, algo de Frost en la claridad, y ese perfume de ironía que sólo los verdaderos elegantes pueden permitirse. Como Ruano, sabe que la columna es una confesión disfrazada; como Quevedo, no teme llamar a las cosas por su nombre; como Umbral, cultiva el fuego verbal y la melancolía estética del que sabe que escribir es perderse un poco en cada frase.
Su obra, desde El rey posible hasta Del Imperio a la Unión Europea, traza el retrato de un hombre que no se conforma con describir: quiere comprender. Por eso ha sido historiador cuando otros eran opinadores, y moralista cuando tantos se disfrazaban de neutrales. No hay neutralidad posible cuando lo que se juega es la verdad.
Quizá por eso incomoda. Los espíritus libres, en un tiempo de obediencias serviles, suelen parecer incómodos. Pero sin ellos —sin los que se atreven a escribir desde la altura y desde la herida— la prensa se convierte en eco sin voz. Pérez-Maura ha sido, y sigue siendo, una conciencia de papel: alguien que nos recuerda que el periodista no está para aplaudir, sino para alumbrar.
Yo lo celebro así, desde esta esquina apartada, donde los cronistas aún creemos que escribir bien sigue siendo una forma de resistencia. Ramón Pérez-Maura, el hombre que no claudica, representa lo mejor de esa tradición: la palabra que no miente, la inteligencia que no se vende, la pluma que aún tiembla, pero no retrocede.
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